De acuerdo con el Banco Mundial, “el desplazamiento forzado se refiere a la situación de las personas que dejan sus hogares o huyen debido a los conflictos, la violencia, las persecuciones y las violaciones de los derechos humanos”. La Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) indica que en 2021 el número de personas forzosamente desplazadas en el mundo excedía los 84 millones, de los cuales 48 millones permanecían como desplazados dentro de sus países.
La Comisión Mexicana de Defensa y Promoción de los Derechos Humanos (CMDPDH) estimó, en su Encuesta Nacional de Victimización y Percepción sobre Seguridad Pública de 2018, que 1 millón 133,041 personas cambiaron de domicilio para protegerse de la delincuencia entre 2017 y 2018. La misma organización señala que, entre enero y octubre de 2021, al menos 36,682 personas fueron víctimas de desplazamiento forzado interno, cifra que es 390% mayor a la que se reportó para el mismo periodo de 2020. Por su parte, el Centro de Monitoreo de Desplazamiento Interno (IDMC) calcula que hasta diciembre de 2019 alrededor de 345,000 personas habían sido desplazadas internamente en México por conflictos y violencia.
Este no es un problema nuevo en nuestro país, pero sí uno que crece de manera preocupante. Existen registros de desplazamiento forzado en Chiapas motivados por conflictos religiosos desde los 90, otros más por violencia como sucedió en Ciudad Juárez, pero ahora parecemos acostumbrarnos a ver pueblos que comienzan a abandonarse en Michoacán, Guerrero y otros estados, grupos de personas que se mueven a las ciudades huyendo de las amenazas de los grupos criminales, familias enteras que dejan todo para poder conservar su vida.