Las democracias pueden deteriorarse sin dejar de ser democracias... hasta que dejan de serlo. Y no necesariamente como consecuencia de una invasión extranjera, un levantamiento armado, un golpe o autogolpe de Estado, sino como producto de la acción deliberada de un gobierno democráticamente electo; es decir, que utiliza la legitimidad del apoyo mayoritario que obtuvo en las urnas para menoscabar las instituciones del propio régimen que le permitió llegar al poder. Ese es, hoy, el principal motor del fenómeno que los politólogos llaman “regresión democrática” (democratic backsliding): un proceso mediante el cual, al contrario de consolidarse, la democracia se vuelca contra sí misma.
INE: el punto de no retorno
Sucede, por ejemplo, cuando la separación de poderes se trastoca porque uno de los poderes, normalmente el Ejecutivo, ejerce una influencia indebida o incluso trata de controlar otros poderes u órganos del Estado hasta volverlos disfuncionales o someterlos a su voluntad. ¿Cómo? Impulsando cambios en las reglas que los rigen, reduciéndoles el presupuesto, poniendo en duda la honestidad de quienes lo encabezan, amenazándolos velada o abiertamente, nombrando en su lugar a leales o a personas sin experiencia ni conocimiento para ejercer esas responsabilidades, instrumentalizando su apoyo social como ariete para doblegarlos, en fin, recurriendo a un amplio menú de maniobras para trastocar el sistema de pesos y contrapesos.
También sucede cuando el gobierno desconoce su obligación de garantizar el acceso efectivo a derechos, cuando en lugar de gobernar para todos gobierna solo para los suyos, de modo que el ejercicio de las libertades de expresión, de protesta, o de asociación, entre otras, se politiza al punto de interpretarlo como un desafío o una provocación, como un acto más propio de la oposición que de la ciudadanía. O cuando el gobierno antagoniza permanentemente con sectores naturalmente críticos y contestatarios como la prensa, las universidades, las artes o la cultura, las organizaciones de la sociedad civil, los movimientos de mujeres, de la diversidad sexual, de minorías étnicas o de migrantes.
Así ha pasado en muchos países, en todo el mundo: las democracias se deterioran cuando sus instituciones se debilitan y los derechos de las personas no se respetan. Se vuelven, digamos, menos democráticas. Sin embargo, en un cierto sentido muy estricto –minimalista, procedimental– siguen siendo democracias mientras sus elecciones sean libres y limpias, mientras se respete la voluntad de la mayoría, mientras haya certidumbre sobre las reglas e incertidumbre sobre los resultados, mientras sea posible la alternancia en el poder. Podrán ser más o menos democráticas, pero no dejan de ser democracias mientras no esté en entredicho la integridad de sus procesos electorales.
El Instituto Nacional Electoral es, desde sus orígenes en los años noventa, la instancia encargada de tutelar la integridad de las elecciones en México. Esa ha sido su invaluable contribución histórica. Una contribución no exenta de conflictos, nada en la democracia lo está, pero cuyos resultados compensan sobradamente sus problemas. Todos los partidos han disputado su actuación o sus resoluciones en algún momento, pero todos los partidos también han constatado su profesionalismo, su eficacia y su imparcialidad. Faltan a la verdad quienes no admiten sus déficits, pero también quienes le escatiman sus méritos. El INE es, hoy por hoy, no solo una institución ejemplar del Estado sino el cimiento indispensable de la democracia mexicana.
En su supervivencia reside, para el caso mexicano, la diferencia entre una regresión democrática que está en curso (y que, por cierto, quizá no empezó en 2018) y una eventual reversión autoritaria. La autonomía del INE es la línea roja, el punto de no retorno, a partir del cual nuestro país podrá seguir llamándose (o ya no) una democracia. Deteriorada, maltrecha, decepcionante, pero democracia al fin.
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