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¿Y el legado, apá?

El legado del actual presidente, de haberlo, es profundamente negativo. Su “logro” más visible es haber exacerbado el ánimo de revancha, profundizar el rencor y resentimiento sociales.
mar 14 septiembre 2021 12:05 AM
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El presidente López Obrador en su triunfo electoral.

A mitad de sexenio siempre se tiene ya claro cuál será el legado del Presidente en turno. Los tres primeros años de la administración suelen delinear bien el signo que la habrá de marcar, para bien o para mal.

Con Fox, a medio camino era muy claro que su legado quedaría manchado por perder el control del país, de los poderes fácticos, del gobierno. A medio camino, era evidente que sería un gobierno caracterizado por la mediocridad y la incapacidad, a pesar del bono tan grande de entrada que tuvo.

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Con Calderón, a los tres años era claro que su legado sería el de niveles inusitados de violencia, una guerra innecesaria, un gobierno de caprichos, autoritarismo e imposición. Un modelo político antidemocrático y autoritario como el actual, y el inicio de niveles no vistos de corrupción y abusos.

Ya con Peña, su mitad de sexenio ya hacía evidente lo impensable, la consolidación y exacerbación de la corrupción en sus peores niveles y manifestaciones. El desapego total entre clase gobernante y sociedad. La destrucción del sistema democrático de partidos. La vanidad y la avaricia.

Dada la tendencia de estos tres gobiernos, varios en 2018 teníamos claro que hacía falta un cambio, una sacudida que nos espabilara para salir del estoicismo y recuperar el rumbo. La opción no era la idónea, pero la alternativa era peor.

Hoy, a medio sexenio de López Obrador, parece ya muy claro que su legado estará muy lejos de ser lo que él tanto ha anhelado. Ese sueño insaciable de trascender lo cumplirá, pero por razones muy distintas a las que imagina.

A medio camino de la actual administración, es evidente que todos los medidores, todos los índices, y todos los datos demuestran que se ha generado un importante retroceso en el país. Logro nada menor viendo los pésimos resultados de las tres administraciones que le precedieron.

El principal signo que parecía traer López Obrador era refrescar el discurso social. Era incorporar a la política la narrativa de un país más igualitario, más parejo y equilibrado. Pero muy pronto demostró que más que convicción, era pura estrategia electorera.

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Sin embargo, la reivindicación de los grupos sociales vulnerables, oprimidos y marginados por los que tanto dijo que lucharía, no solamente no llegó, sino que sus condiciones de vida empeoraron. Hoy, siguen tan olvidados como antes, y algunos hasta más vapuleados.

Los resultados sociales de este gobierno son desastrosos. Incluso desde antes de la pandemia, la tendencia era clara. Hoy, tenemos más pobres en México, y los servicios sociales del Estado los han desamparado aún más.

La calidad de la educación va en picada, generando daños a una generación completa. Y los servicios de salud están en su peor momento. No solo no se erradicó la corrupción, sino que se dejó en el desamparo médico a grupos poblacionales clave como la niñez y los enfermos crónicos.

Pandemia aparte, el freno de mano a la actividad económica los dos primeros años ya habían generado estragos en el mercado laboral, hoy más golpeado que nunca.

En el ámbito económico, si bien los datos macro parecen medianamente estables, el crecimiento paró en seco. A pesar de presumir miles de millones de pesos en ahorros, en dos años se dilapidaron todos los fondos de ahorro que costó décadas construir para traer estabilidad.

Ideológicamente, la reivindicación de las izquierdas que tantos años impulsaron al actual presidente nunca llegó. Solo los usó como narrativa, y ya en el poder se despegó totalmente de cualquier postulado progresista.

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Se ha ido en contra de grupos clave, tradicionales de la izquierda, como las mujeres, como los ambientalistas, como los jóvenes. Todos ahora son una amenaza para su proyecto de trascendencia.

En lo político, estamos lejos de una evolución democratizadora. Estamos en una abierta regresión hacia una interpretación muy personal y desatinada de estadios obsoletos de nuestro otrora sistema hegemónico. Aquel que tanto se tachó de autoritario y opresor.

Caminamos hacia una presidencia personalista, impositiva, centralista y autoritaria. De esas totalmente despegadas de la realidad social. Un pecado neoliberal reinterpretado.

Un sexenio más perdido que los anteriores. El primero en muchos años con una posibilidad real de infligir un cambio positivo e histórico para México, desperdiciado por el egocentrismo y la ofuscación. Por la incapacidad de escuchar y dialogar.

El legado del actual presidente, de haberlo, es profundamente negativo. Su “logro” más visible es haber exacerbado el ánimo de revancha, profundizar el rencor y resentimiento sociales, enraizar aún más la polarización de los mexicanos.

Muy lejos estamos de un Presidente y un movimiento político esperanzadores, alentadores de un futuro mejor.

Pocas sorpresas habrá en los tres últimos años de un sexenio que, para efectos prácticos, ya terminó; de una manera tan anticipada como los dos anteriores que tanto criticó.

Otro sexenio perdido para un país que parece cada vez más predestinado a la medianía, a quedarse eternamente en lo que pudo ser. Gobiernos van y vienen, y los demás, permanecemos inertes.

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Nota del editor: Las opiniones de este artículo son responsabilidad única del autor.

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