Con Calderón, a los tres años era claro que su legado sería el de niveles inusitados de violencia, una guerra innecesaria, un gobierno de caprichos, autoritarismo e imposición. Un modelo político antidemocrático y autoritario como el actual, y el inicio de niveles no vistos de corrupción y abusos.
Ya con Peña, su mitad de sexenio ya hacía evidente lo impensable, la consolidación y exacerbación de la corrupción en sus peores niveles y manifestaciones. El desapego total entre clase gobernante y sociedad. La destrucción del sistema democrático de partidos. La vanidad y la avaricia.
Dada la tendencia de estos tres gobiernos, varios en 2018 teníamos claro que hacía falta un cambio, una sacudida que nos espabilara para salir del estoicismo y recuperar el rumbo. La opción no era la idónea, pero la alternativa era peor.
Hoy, a medio sexenio de López Obrador, parece ya muy claro que su legado estará muy lejos de ser lo que él tanto ha anhelado. Ese sueño insaciable de trascender lo cumplirá, pero por razones muy distintas a las que imagina.
A medio camino de la actual administración, es evidente que todos los medidores, todos los índices, y todos los datos demuestran que se ha generado un importante retroceso en el país. Logro nada menor viendo los pésimos resultados de las tres administraciones que le precedieron.
El principal signo que parecía traer López Obrador era refrescar el discurso social. Era incorporar a la política la narrativa de un país más igualitario, más parejo y equilibrado. Pero muy pronto demostró que más que convicción, era pura estrategia electorera.