Por su parte, la impunidad es un sesgo característico de la imposibilidad de cumplir con los fines de la propia justicia, aun cuando, por ejemplo, se haya confiado en las autoridades y se haya presentado una denuncia por actos de corrupción, pero teniendo como resultado un final que defrauda la expectativa de justicia, por lo menos de acuerdo con lo que la ley mandata en cada caso.
Lo anterior significa, a la postre, un distanciamiento entre población e instituciones, tanto aquellas en las que se cometen actos de corrupción, como aquellas que deben perseguir y castigar tan indeseable fenómeno, pero que no lo hacen de manera efectiva. Desafortunadamente, la impunidad y la corrupción se retroalimentan mutuamente, en una suerte de círculo vicioso.
Si aun denunciando los actos de corrupción, éstos no son castigados, entonces, ¿para qué denunciar?, se preguntará mucha gente. Así es como la corrupción y la impunidad generan inequidades y vicios que minan el Estado de Derecho, la equidad y la igualdad, al tiempo que entorpece el buen funcionamiento de las instituciones mediante la desconfianza.
Sin embargo, cada cierto tiempo se abre una nueva oportunidad de recuperar esa confianza en las instituciones y recomponer el diálogo colaborativo entre los actores sociales y políticos. Las elecciones periódicas, como las que celebramos el 6 de junio pasado, dieron la oportunidad de renovar las legislaturas de 30 entidades federativas y el Congreso de la Unión, permitiendo que los órganos legislativos reestablezcan la representatividad de sus investiduras frente a la ciudadanía que los eligió y a la que se deben, lo cual, en cierto sentido, puede verse como una forma de renovar la confianza ciudadana en temas de combate a la corrupción.
Es fundamental, por lo mismo, que el tema de la corrupción y la impunidad, así como los altos costos económicos y sociales de estos flagelos, sean tenidos como un problema de gran calado, cuyo combate exige acciones coordinadas desde todos los órdenes de gobierno y desde todos los poderes.