Además, The Economist nunca ha sido un espacio para el periodismo de investigación, tampoco para puntos de vista heterodoxos o matizados. Al contrario, desde sus orígenes siempre ha sido una revista de combate, abiertamente ideológica y militante de un liberalismo, digamos, muy a la inglesa –libertades individuales, mercados, orden, elitismo y una cierta visión imperial más o menos atemperada pero que de vez en cuando todavía asoma las plumas entre sus páginas. En 1852 Karl Marx la denominó “el órgano europeo de la aristocracia financiera”. Y aunque siglo y medio después ya no sea exactamente la misma revista, tampoco es tan diferente. Desde la década de 1980 hasta la fecha ha sido, con mucho éxito, la publicación insignia de la ortodoxia neoliberal.
Lo sorprendente no es que sea crítica con la gestión lopezobradorista; es, en todo caso, la indignada reacción del presidente y sus allegados al respecto. ¿Acaso esperaban otra cosa?
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Por si fuera poco, The Economist no dice nada que no se haya dicho ya sobre la presidencia de López Obrador. Sobre la patraña de sus consultas, lo anacrónico de su política energética, su vocación militarista, su desdén por el conocimiento técnico, sus nulos resultados contra la violencia y la corupción. O sobre cómo México es uno de los países con mayor exceso de muertes por la pandemia y una de las más pronunciadas contracciones económicas en todo el mundo. El semanario enlista problemas puntuales, no los inventa ni los exagera, y denuncia la concentración de poder, la hostilidad contra la prensa y el debilitamiento de los contrapesos que han caracterizado al lopezobradorismo.