Pluralidad es diversidad, conflicto, contradicciones. Pluralismo es respetar los desacuerdos, tratar de gestionarlos pacíficamente, aceptar la coexistencia legítima de distintos intereses, creencias o puntos de vista. Pluralidad significa que tenemos diferencias; pluralismo, que reconocemos el valor de lo diferente.
La irrupción populista atenta contra ambos. Por un lado, porque trata de reducir a su mínima expresión la multiplicidad de identidades propia de una sociedad plural, simplificándola en la polarización entre un “ellos” y un “nosotros”. Y, por el otro lado, porque al pretenderse encarnación de la “voluntad popular” se arroga el monopolio de la representación democrática e identifica a quienquiera que se le oponga o lo critique no como un interlocutor cuyas razones podrían ser válidas, según la premisa pluralista, sino como un adversario cuyos motivos siempre serán cuestionables. En nombre del “pueblo”, en suma, el populismo no asume la necesidad de la tolerancia, el diálogo y la negociación; en su lugar despliega una política que consiste en denunciar, acusar y enfrentar permanentemente.
El éxito populista radica en su capacidad de apelar a un agravio. Contra la pluralidad, por parte de grupos sociales que la interpretan como una amenaza en su contra; o contra el pluralismo, por parte de grupos que se perciben como excluidos del mismo. En el primer caso, el “pueblo” populista se concibe como una nación bajo acecho (de extranjeros, migrantes, minorías étnicas, u otros grupos tradicionalmente marginales o subordinados); en el segundo, como una clase social oprimida (por élites corruptas, empresarios abusivos, políticos mafiosos u oscuros intereses transnacionales).