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La conspiración de las víctimas

Algo no cuadra con que AMLO tenga tanto poder pero siga haciéndose la víctima. Cuando estaba en la oposición tenía sentido, pero ahora que está en el poder hace cortocircuito.
mié 24 febrero 2021 12:02 AM
(Obligatorio)
El presidente mantiene su estrategia de comunicación.

Parece que en el México de la autodenominada “cuarta transformación” no existen reclamos legítimos si quien los formula no es el presidente. Es como si él fuera el unico que puede interpretar los agravios sociales, como si solo en su figura encarnara la posibilidad de articular la indignación colectiva. Cualquier otra voz que proteste, que se atreva a plantear alguna exigencia y, al hacerlo, le dispute el monopolio de la credibilidad para expresar descontento, resulta sospechosa, cuestionable. ¿Dónde estaba antes? ¿De cuándo a acá? ¿De parte de quién? Aparentemente, el señor de las mañaneras no admite que lo interpelen, no tolera que nadie más que él denuncie injusticias.

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Y es que una de las claves en la forma de hacer política de López Obrador siempre ha sido ubicarse en el sitio de las víctimas, hacer de ese lo que los teóricos llaman su “lugar de enunciación”.

En una sociedad tan desigual, tan violenta y discriminatoria como la mexicana, es un método que tiene mucho sentido. Encuadra la experiencia cotidiana de amplísimos sectores de la población, la dota de significado y les ofrece una reivindicación simbólica, al tiempo que construye un poderoso vínculo moral con el liderazgo que los acaudilla. No importa si lo hace por genuina vocación o por cálculo estratégico, el punto es que crea representación social. Es decir, identidad, disposición a obedecer, capacidad de persuadir y movilizar. Autoridad moral.

¿Cuántas personas simpatizaron con el lopezobradorismo cuando estaba en la oposición, sobre todo en 2018, porque supo nombrar reclamos colectivos y abanderar agravios profundos (reales o imaginarios, para el caso da lo mismo)? ¿Cuántos votaron por Andrés Manuel por la legitimidad con la que interpelaba al poder, por la credibilidad que terminó teniendo como el portavoz del descontento, por la fuerza que adquirió su idea del “cambio verdadero”? ¿Cuánta gente no proyectó en él su esperanza, precisamente, porque cuán distinto era su “lugar de enunciación” comparado con el de la clase política tradicional, por cómo daba la impresión de conocer y representar la experiencia cotidiana de tantos mexicanos?

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Ahora que está en el poder, sin embargo, resulta cada vez más insostenible su apego a ubicarse en el mismo sitio. Es el presidente de la república, ya tiene el mando para atender las demandas y asumir responsabilidad, para tratar de hacer diferencia y dar resultados. Tiene mayorías en el Congreso, las oposiciones están muy debilitadas, su aprobación supera el 60%. Pero cada mañana vuelve a hablar de sus críticos, le echa la culpa a los de antes, insiste en defenderse de los neoliberales, los conservadores, la prensa inmunda, etc.

Sería interesante hacer una comparación entre el tiempo que dedica a estar pendiente de sus menciones en la prensa y de quienes lo atacan, y el tiempo que invierte en afinar los detalles de sus políticas y supervisar la marcha de su gobierno. Algo no cuadra en que tenga tanto poder pero siga haciéndose la víctima.

Por eso ocurre, con cada vez más frecuencia, que no sabe qué hacer con las víctimas, digamos, realmente existentes. Con las comunidades que se resisten contra los megaproyectos, con los nuevos pobres de la pandemia, con los deudos de muertos y desaparecidos, con las mujeres que protestan por la violencia de género. Y por eso recurre, desprovisto de un mejor libreto, a poner en entredicho su autenticidad, a descalificarles, a decir que lo suyo es mero golpeteo político. En la medida que no sabe, no quiere o no puede admitir la legitimidad de sus demandas, no le queda más que sumarlas al abultado catálogo de sus adversarios. Como si las víctimas estuvieran conspirando en su contra.

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Nota del editor:

Las opiniones de este artículo son responsabilidad única del autor.

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