Y es que una de las claves en la forma de hacer política de López Obrador siempre ha sido ubicarse en el sitio de las víctimas, hacer de ese lo que los teóricos llaman su “lugar de enunciación”.
En una sociedad tan desigual, tan violenta y discriminatoria como la mexicana, es un método que tiene mucho sentido. Encuadra la experiencia cotidiana de amplísimos sectores de la población, la dota de significado y les ofrece una reivindicación simbólica, al tiempo que construye un poderoso vínculo moral con el liderazgo que los acaudilla. No importa si lo hace por genuina vocación o por cálculo estratégico, el punto es que crea representación social. Es decir, identidad, disposición a obedecer, capacidad de persuadir y movilizar. Autoridad moral.
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¿Cuántas personas simpatizaron con el lopezobradorismo cuando estaba en la oposición, sobre todo en 2018, porque supo nombrar reclamos colectivos y abanderar agravios profundos (reales o imaginarios, para el caso da lo mismo)? ¿Cuántos votaron por Andrés Manuel por la legitimidad con la que interpelaba al poder, por la credibilidad que terminó teniendo como el portavoz del descontento, por la fuerza que adquirió su idea del “cambio verdadero”? ¿Cuánta gente no proyectó en él su esperanza, precisamente, porque cuán distinto era su “lugar de enunciación” comparado con el de la clase política tradicional, por cómo daba la impresión de conocer y representar la experiencia cotidiana de tantos mexicanos?