En poco menos de un mes se cumplirán dos años de que tomó posesión Andrés Manuel López Obrador. Dos años que sin duda son pocos para valorar su gestión conforme a la clave transformativa en la que el presidente insiste en ubicarse; pero que, paradójicamente, son más que suficientes para reconocer que su gobierno ha renunciado a concebir un horizonte viable de futuro.
El llamado a la esperanza que tan persuasivo papel desempeñó durante su campaña ya no hay dónde encontrarlo. Su lugar lo ocupan ahora el afán de revancha, la apelación a la lealtad y la estigmatización del desacuerdo. A pesar de haber renacido de las cenizas políticas no una ni dos sino tres veces, de conseguir una victoria amplísima y contar con una legitimidad democrática que ningún mandatario había tenido nunca, de su acceso al poder no emano una versión de sí mismo que estuviera a la altura de las circunstancias.