“Dale un martillo a un niño y verás que se comporta como si todo lo que encuentre a su paso necesite ser martillado”. Abraham Kaplan (1918-1993), filósofo estadounidense cercano a la escuela del pragmatismo y especialista en las entonces conocidas como “ciencias del comportamiento”, acuñó esa frase para advertir contra el riesgo de lo que denominó la ley del instrumento. Se refería a la frecuencia con que las personas incurrimos en el peligro de asumir que una rutina o herramienta específica, que una determinada manera de pensar los problemas o de responder a ellos que tiene la engañosa virtud de ser nuestra preferida o para la que tenemos cierta facilidad, la que nos queda más a mano o se ha puesto de moda, es la mejor independientemente de qué tan apropiada sea para resolver el problema que tenemos enfrente. En el habla popular de los Estados Unidos dicha ley tiene una suerte de refrán equivalente: cuando lo único que tienes es un martillo, todo empieza a parecerte un clavo.
AMLO y la ley del instrumento
Lo peor, explicaba Kaplan en su libro The Conduct of Inquiry. Methodology for Behavioral Science (1964), no es tanto la fijación con un utensilio sino la incapacidad de reconocer cuándo se necesita emplear otro. Es normal y hasta deseable que una mente con una idea, decía parafraseando a Charles Pierce, considerado el fundador de la filosofía pragmática, quiera llevarla tan lejos como pueda llegar. Lo peor no es obcecarse en tratar de sacarle el mayor provecho a un martillo, es negar la utilidad o incluso la existencia misma de las tijeras, el desarmador o las pinzas. Lo peor, en suma, no es acostumbrarse a una misma solución mientras dicha solución funcione, es actuar como si esa solución a la que nos hemos acostumbrado fuera la única solución válida o posible aunque el problema que nos obliga a recurrir a ella cambie y sea radicalmente distinto de aquel para el que nos funcionaba.
La respuesta del presidente de la república a la crisis económica derivada de la emergencia sanitaria por el Covid-19 acusa todos los síntomas de estar envenenada, precisamente, por la lógica de la ley del instrumento.
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Es una crisis cuyas consecuencias se dejarán sentir en el corto, mediano y largo plazo, pero él opta por hacer como si su proyecto fuera inmune y la crisis apenas “transitoria”. Cuando la epidemia está imponiendo un cambio drástico de rumbo y de prioridades, él asegura que “no nos van a hacer cambiar” y “nos vino esto como anillo al dedo para afianzar el propósito de la transformación”. La circunstancia demanda como nunca conciliar intereses y negociar acuerdos; sin embargo, él sigue atizando como siempre los fuegos del antagonismo y la provocación. Mientras que en todo el mundo el consenso es endeudarse y aumentar significativamente los niveles de gasto, él redobla su apuesta por la “austeridad” y los recortes. En un entorno de tremenda complejidad, que aconsejaría coordinar esfuerzos en toda la administración pública, entre los poderes de la Unión y los niveles de gobierno, él solo piensa en adelgazar hasta la inanición a la burocracia, en concentrar poder y arrogarse facultades que no tiene –ni debería tener si es que la división de poderes y la constitución mexicana todavía están vigentes–.
En definitiva, ante una escenario inédito para el que son indispensables nuevas ideas, nuevos instrumentos y nuevas maneras de hacer las cosas, López Obrador solo tiene su viejo martillo, sus viejas ganas de martillar y su vieja terquedad de querer ver clavos en todas partes.
Desde hace muchos años habita en la mente de López Obrador una idea muy fija, imperturbable, del país. Se trata de una idea inspirada en su peculiar interpretación (llamémosla liberal-nacional-popular-presidencialista) de la historia de México y, sobre todo, de algunos episodios más o menos recientes: las reformas neoliberales, el FOBAPROA, la crisis del 94, la elección del 2006, la “guerra de Calderón”, los gasolinazos y los escándalos de corrupción de Peña Nieto. Dicha idea supo convertirse en una crítica muy atractiva durante la coyuntura del 2018 y capturar la imaginación de esa mayoría democrática que lo llevo al poder. Pero en este momento, en el umbral de una crisis tan repentina, tan profunda y tan sin precedentes, esa idea no funciona para atender el problema. Lejos de ayudar, de hecho, nomás estorba. Entorpece, desorienta. Por más diestro que uno sea martillando, de todos modos un martillo no sirve para enfrentar un tsunami.
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Twitter del autor: @carlosbravoreg
Nota del editor: Las opiniones de este artículo son responsabilidad única del autor.
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