Desde hace cuestión de año y medio vivimos en México una experiencia interesantísima y desconcertante: el tránsito de múltiples voces de la crítica al poder. O acaso sería más preciso denominarla, pues no todas están en posiciones propiamente de poder, de la crítica al oficialismo. Estoy hablando de grupos o personas que ayer adquirieron relevancia pública por su capacidad de cuestionar, interpelar y exigir; pero hoy han optado por usar esa relevancia en sentido inverso, es decir, para asentir, elogiar y eximir. Si antes su valor social estaba, según la conocida fórmula contestataria, en “decirle la verdad al poder”, ahora su utilidad política reside, al contrario, en defender lo que diga el poder como si fuera la verdad.
Solalinde: de oveja negra a dócil borrego
Hay distintos casos, no todos son lo mismo. Algunos son más entendibles o sorprendentes, refinados o grotescos, cómicos o trágicos, que otros. Con todo, más allá de que haría falta elaborar una detallada tipología para dar cuenta del género próximo y las diferencias específicas entre ellos, hay un personaje muy sobresaliente, tristemente emblemático, que destaca no solo por la magnitud y la virulencia del bandazo que ha dado sino, además, por la deplorable pérdida que ese bandazo representa en el contexto actual para la causa con la que él estaba comprometido. Me refiero a Alejandro Solalinde y a la lucha por los derechos de los migrantes centroamericanos en México.
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Luego de fundar el albergue “Hermanos en el camino” en Ixtepec (Oaxaca) hace doce años, Solalinde se convirtió en una fuente incansable de denuncias contra la “industria” del secuestro y la extorsión de migrantes, contra el “trabajo sucio” que México le estaba haciendo a los Estados Unidos con su política migratoria, contra la complicidad entre autoridades y organizaciones del crimen organizado. Se enfrentó lo mismo con presidentes municipales, gobernadores y miembros del gabinete, con la propia Iglesia, con los Zetas e, incluso, con la xenofobia de algunos sectores de la población mexicana. Como apuntó Emiliano Ruíz Parra en un espléndido perfil , Solalinde reconocía en cada migrante un rostro de la divinidad: “Me han enseñado que la iglesia es peregrina y que yo mismo soy migrante. Me han enseñado esa fe tan grande: la esperanza, la confianza, la capacidad de levantarse, rehacerse y seguir el camino. Sería fantástico que como católicos tuviéramos la capacidad de los migrantes de levantarnos de tantas caídas y seguir caminando en la ruta de Jesucristo”. En un país empeñado en ignorar, maltratar o explotar a los migrantes, supo ser una figura muy incómoda, una conciencia crítica, una genuina y ejemplar oveja negra contra los poderes establecidos.
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Sin embargo, de un tiempo a acá Solalinde ha dejado de ser esa fuente inagotable de denuncias contra el abuso para volverse, más bien, una máquina de aplausos para el nuevo gobierno. En una conversación con Fernando del Collado, por ejemplo, dijo que López Obrador no es solo su amigo sino su “hermano”, que “tiene mucho de Dios” y está logrando “el milagro de la cuarta transformación”. En otra entrevista con el periodista salvadoreño Carlos Martínez, aseguró que las cosas han cambiado, que ahora hay un gobierno legítimo y es necesario evitar problemas con Donald Trump. Por lo mismo, en este momento él ya no puede apoyar a los migrantes: “son muy importantes, pero la prioridad es México”. Cuando Martínez lo confronta con el hecho de que el presidente mexicano cedió a las presiones de Trump para endurecer su política migratoria, con que dicha política contradice lo que Solalinde siempre ha defendido, o con que está a cargo de un cuerpo militarizado como la Guardia Nacional y de funcionarios sin experiencia en la materia, Solalinde lo llama ignorante y prejuicioso, condena su “mentalidad” y le dice que por ser extranjero él no puede entender lo que pasa en México. La vieja oveja negra transfigurada, pues, en flamante y dócil borrego de la cuarta transformación.
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Tal vez López Obrador ganó un importante aliado; pero los migrantes –cuya experiencia, de Tapachula a Matamoros , es dramática y dolorosísima– perdieron quizás a su principal campeón.
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