Hay distintos casos, no todos son lo mismo. Algunos son más entendibles o sorprendentes, refinados o grotescos, cómicos o trágicos, que otros. Con todo, más allá de que haría falta elaborar una detallada tipología para dar cuenta del género próximo y las diferencias específicas entre ellos, hay un personaje muy sobresaliente, tristemente emblemático, que destaca no solo por la magnitud y la virulencia del bandazo que ha dado sino, además, por la deplorable pérdida que ese bandazo representa en el contexto actual para la causa con la que él estaba comprometido. Me refiero a Alejandro Solalinde y a la lucha por los derechos de los migrantes centroamericanos en México.
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Luego de fundar el albergue “Hermanos en el camino” en Ixtepec (Oaxaca) hace doce años, Solalinde se convirtió en una fuente incansable de denuncias contra la “industria” del secuestro y la extorsión de migrantes, contra el “trabajo sucio” que México le estaba haciendo a los Estados Unidos con su política migratoria, contra la complicidad entre autoridades y organizaciones del crimen organizado. Se enfrentó lo mismo con presidentes municipales, gobernadores y miembros del gabinete, con la propia Iglesia, con los Zetas e, incluso, con la xenofobia de algunos sectores de la población mexicana. Como apuntó Emiliano Ruíz Parra en un espléndido perfil , Solalinde reconocía en cada migrante un rostro de la divinidad: “Me han enseñado que la iglesia es peregrina y que yo mismo soy migrante. Me han enseñado esa fe tan grande: la esperanza, la confianza, la capacidad de levantarse, rehacerse y seguir el camino. Sería fantástico que como católicos tuviéramos la capacidad de los migrantes de levantarnos de tantas caídas y seguir caminando en la ruta de Jesucristo”. En un país empeñado en ignorar, maltratar o explotar a los migrantes, supo ser una figura muy incómoda, una conciencia crítica, una genuina y ejemplar oveja negra contra los poderes establecidos.
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