Por supuesto que tienen cierto margen de maniobra. Pueden ser relativamente autónomos: pavimentar calles, contratar cuerpos auxiliares de seguridad o iluminar áreas. Pero son ridículos, dado que alrededor del 84% del presupuesto de una delegación está etiquetado. De esto, un 60% está asignado previamente nómina salarial, intocable para quienes están bajo el manto del Sindicato Único de Trabajadores de la Ciudad de México.
En un marco de austeridad presupuestal, está bien difícil elegir qué calles asfaltar este año, porque el presupuesto da para dos.
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Dejo al margen el hecho de que las leyes secundarias de la Ciudad de México no se han aprobado. Que el contexto bajo el que se discutió la Constitución de la CDMX –la inviabilidad de que la izquierda que gobierna la ciudad desde 1997 llegara a la presidencia– ya no existe.
El hecho es que ser alcalde citadino es una buena plataforma para dar un salto a una posición mejor (Sheimbaum fue delegada/alcaldesa de Tlalpan), permite a los más hábiles colocar una agenda propia –género, seguridad o cultura–, y construir una base política. Pero tiene más de un elemento de pesadilla que llevan a esperar que se revise este marco administrativo tan disfuncional.
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Nota del editor: Alberto Bello es director de Hard News de Grupo Expansión.
Las opiniones de este artículo son responsabilidad única del autor.