Los granaderos y el Ejército llegaron a rodear y emboscar a los manifestantes, quienes sólo tenían libros y pancartas y exigían ser escuchados, en medio de un país que era cada vez más conocido por su intolerancia hacia los jóvenes, por la violencia de las policías, por el temor del presidente Gustavo Díaz Ordaz ante la posibilidad de una rebelión mayúscula y por la cercanía de unos Juegos Olímpicos que serían televisados y proyectados satelitalmente por primera vez en la historia.
De pronto, en medio de la tensión y la oscuridad que reinaba en Tlatelolco, el sonido local fue silenciado. Luego de escucharse los sentidos discursos, los miles de rostros se levantaron para ver un helicóptero, ese maldito helicóptero, que dio la señal a través de una luz verde, para abrir fuego en contra de los presentes. Entonces, los tanques de guerra y las patrullas de los policías se movilizaron para entrar y descomponer con cruenta impetuosidad. La orden era disuadir la manifestación, llevar presos a los muchachos o, si era necesario, utilizar toda la fuerza del Estado para contenerlos, o sea, ejecutarlos a sangre fría.
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Los mares de gente corriendo por sus vidas, los gritos llenos de terror y los soldados trotando asesinando a los manifestantes, acorralándoles para que se dirigieran a una sola dirección, estaban cercados. Desde el edificio Chihuahua, un grupo de francotiradores disparaba a todo lo que veía, incluso a los mismos soldados. Eso era un mar de sangre, una barbarie inhumana.
La gente tropezaba con los muertos. Los rostros ensangrentados y los cuerpos baleados cada vez era mayor.
Quienes estuvieron ahí y tuvieron la suerte de sobrevivir, lo cuentan con la herida más abierta que nunca, con las lágrimas de coraje, tristeza y frustración".