No voy a arriesgar a mi hija
A Mónica, mamá de Sofía, desde septiembre pasado una enfermedad de su hija la colocó en filas de hospitales, en pláticas con médicos del Instituto Nacional de Ciencias Médicas y Nutrición Salvador Zubirán y del Instituto Nacional de Enfermedades Respiratorias (los primeros hospitales COVID).
Antes de cerrar el año pasado, Sofía tuvo episodios distintos a los que en sus siete años como paciente con epilepsia había tenido. Al diagnóstico que le dieron en 2012, se le agregó el de disautonomía, una afectación en el Sistema Nervioso Autónomo –que regula las actividades involuntarias: pulso, presión respiración, temperatura– y causa mareos, fatiga y hasta desmayos.
Eso obligó a Mónica a dejar su trabajo a principios del 2020 para que pudiera estar el pendiente de su hija, quien hasta antes de que comenzara la epidemia estuvo hospitalizada. Para cuando el COVID-19 se instaló en México y suspendieron las clases y ordenaron el confinamiento, la joven madre ya llevaba un tiempo en casa, cuidando no solo de Sofía (17 años), sino también de su hijo mayor Marco (18 años) y del más pequeño, Miguel (10 años).
Así es como Mónica dejó de estar en la industria del servicio –en restaurantes y estudiante mixiología– y comenzó a trabajar en huertos con su hijo menor y tomando clases por WhatsApp. A la vez, continuaba alentando a su hijo mayor en sus estudios –que está a punto de graduarse de la preparatoria y quiere ser psicólogo–, y seguía cuidando a Sofía, a quien para no exponerla en los hospitales en estos momentos, ha optado por aprender otras técnicas caseras y a tranquilizarse para cuando le da una crisis.
“Si yo antes corría por una gripa, temperatura, raspón, dolor de oídos, con Sofi, ahora lo tenía que resolver como mi abuela: desde casa, con los remedios que yo tuviera a la mano, porque no iba a exponerme ni a mí, ni a mi hija, ni a mi familia a un contagio más y tenía que tener calma porque todo iba a pasar”, dice.