El pasado 1 de octubre se cumplió un año de la presidencia de Claudia Sheinbaum. Ha sido un largo camino, desde aquella pre pre campaña en que la ex jefa de gobierno se enfrentó a cercanos y no tan cercanos a López Obrador para ganar la candidatura presidencial; y hasta hoy que se encuentra por rendir su primer informe de gobierno. Desde entonces, no fueron pocas las ocasiones en que fue señalada como la calca y hasta el títere del expresidente. La adopción de un discurso y agenda política que había sido exitosa en los últimos años fue interpretada por opositores y observadores como sumisión y falta de autonomía, con los tintes machistas que ello conlleva.
Un año de Sheinbaum; lo bueno, lo malo y lo feo

Es indiscutible que la presidenta ha optado por la continuidad del proyecto político de López Obrador. Mantuvo y amplió los programas sociales que le han dado rentabilidad electoral a su movimiento; continúa promoviendo políticas laborales en favor de las y los trabajadores; y continúa impulsando los megaproyectos de infraestructura emblemáticos de la administración anterior. Pero resulta innegable que Claudia Sheinbaum ha logrado imprimir un sello propio en su mandato, no solo a través de su estilo, sino con una agenda que se aparta de la de su antecesor. Notablemente, la presidenta ha posibilitado el regreso de México a su tradición diplomática. Asimismo, ha sido reconocida por un tono más mesurado y prudente en la relación con Estados Unidos. Ya sea por las presiones de nuestro vecino del norte o por convicción, cambió radicalmente la estrategia de seguridad, privilegiando la coordinación interinstitucional y la inteligencia. Ello ha contribuido a que México obtenga un trato arancelario preferencial, posicionándose como uno de los países con mayores ventajas comerciales relativas.
Esta desviación, combinada con aspectos de la coyuntura partidista y nacional ̶ como la proximidad del proceso electoral de 2027 ̶ ha provocado que diversos liderazgos reten su autoridad dentro del movimiento. Así, los desafíos políticos que hoy enfrenta la presidenta no provienen de la oposición sino de su propia coalición. Divergencias con la dirigencia de Morena, con liderazgos legislativos o hasta con familiares del propio López Obrador, han obligado a la presidenta a maniobrar para mantener la coherencia discursiva y el liderazgo que le permitan implementar su agenda. Tampoco le han ayudado los escándalos de corrupción de Adán Augusto López, que retan la narrativa oficial de moralización de la vida pública. Ello, aunado al caso de la Marina y su involucramiento en las redes de huachicol fiscal, la orillan cada vez más a decidir entre la complicidad y la tolerancia o la condena y el desmarque.
Pero lo feo sigue siendo que un gobierno que se autodenomina de izquierda continúe promoviendo reformas y políticas que buscan restringir en lugar de ampliar los derechos de las personas. La iniciativa presidencial de reforma a la Ley de Amparo, recién aprobada en el Senado de la República, es el esfuerzo más reciente del oficialismo para erosionar estructuras, mecanismos e instituciones orientadas a acotar los excesos de la autoridad. En el contexto de la conformación de un Poder Judicial con menores garantías de autonomía e independencia, así como de la desaparición de órganos autónomos y nuevos intentos de capturar a la autoridad electoral, la llamada “Cuarta Transformación”, bajo el liderazgo de Claudia Sheinbaum, avanza en la construcción de un andamiaje orientado a una mayor concentración de poder en el Ejecutivo. La tendencia es clara y contraria a la descentralización y democratización que, con sus limitaciones y pendientes, marcó las últimas décadas el siglo XX y las primeras del siglo XI.
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Más allá de la tragedia que constituye el abandono del principio de progresividad de los derechos establecido en la Constitución desde 2011, estas políticas comenzarán a mostrar sus efectos en crecimiento mediocre, inhibición de la innovación, reducción de nuevas inversiones y aumento en las desigualdades. Pero, como toda tendencia, su reversión aún es posible. El inicio del segundo año de gobierno brinda una oportunidad para que la presidenta decida qué legado desea dejar.
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Nota del editor: Las opiniones publicadas en esta columna corresponden exclusivamente a Georgina De la Fuente.