Hay personas que parecen salidas de una novela. O mejor dicho, que parecen de otro tiempo. Hombres que caminan con la espalda recta, no porque no les pesen los años o las cicatrices, sino porque cargan convicciones tan profundas que les sostienen el alma. Así era —así es y será siempre en mi memoria— José “Pepe” Mujica.
#ZonaLibre | Pepe Mujica. Adiós al gigante humilde

No escribo estas líneas como analista político ni como historiador. Escribo como latinoamericano, como alguien que creció desconfiando de los políticos y que, sin embargo, se rindió sin reservas ante la congruencia de este hombre. Mujica no fue un presidente común, fue un filósofo con botas embarradas, un rebelde convertido en estadista, un preso político que salió de la oscuridad de su celda para iluminar a todo un continente con su ejemplo.
Lo que más me asombra de su historia es que nunca pretendió ser un símbolo. Y, sin embargo, se convirtió en uno. Fue el presidente que vivía en una chacra modesta, que manejaba un vochito viejo y que donaba la mayor parte de su sueldo. No como estrategia de imagen. No como acto teatral. Mujica era así. Simple. Frontal. Austero. Libre.
Recuerdo que una vez le preguntaron por qué no vivía en la residencia presidencial. Respondió con una naturalidad casi desconcertante: “porque hay gente que la necesita más que yo”. ¡Qué lejos está eso del palacio, de las caravanas blindadas, de los discursos maquillados! Mujica no necesitaba poses, porque su vida entera era un mensaje.
Siempre decía que no era pobre, sino sobrio. Y tenía razón. Su austeridad no era carencia, era elección. Una elección profundamente filosófica. Decía que los pobres no son los que tienen poco, sino los que siempre quieren más. Y eso nos lo decía un hombre que pasó 14 años preso, algunos en condiciones tan infrahumanas que cualquier otro habría enloquecido. Pero él salió con una serenidad que sólo se encuentra en quienes han conversado largo rato con el dolor… y le han ganado.
En un mundo donde los líderes se construyen a punta de marketing, Mujica era una anomalía gloriosa. Hablaba despacio, pensaba hondo. Citaba a Séneca, a Rousseau, a los poetas uruguayos. Sus discursos eran, muchas veces, lecciones de vida disfrazadas de política. Y por eso conectaba con los jóvenes, con los escépticos, con los desesperanzados. No hablaba para manipular. Hablaba para invitar a pensar.
Uno de sus discursos más recordados fue en la ONU, cuando cuestionó abiertamente el modelo de desarrollo basado en el consumo desenfrenado. Dijo que habíamos inventado una civilización “contra la felicidad”, que confundíamos progreso con acumulación, y que la vida no se podía hipotecar por cosas que no necesitamos. Y lo dijo sin levantar la voz, sin dramatismo. Sólo con esa calma tan suya, que era más poderosa que cualquier grito.
Para mí, Mujica fue un faro. Un recordatorio de que sí se puede gobernar con ética. De que la política no tiene que ser sinónimo de cinismo, sino de servicio. Fue una bofetada amable para todos los que hemos llegado a creer que la honradez es incompatible con el poder. Porque él lo demostró: se puede estar arriba sin dejar de ser de abajo.
Más allá del poder: la vida como mensaje
Hoy que ya no está físicamente, siento que se va el gigante humilde. Uno de esos que no necesitaban monumentos porque su vida era, en sí misma, una epopeya. Pero también siento que Mujica no se va del todo. Porque quedan sus palabras. Queda su ejemplo. Queda esa sonrisa de campesino sabio, que nos decía, sin decirlo, que lo importante en esta vida no es cuánto tienes, sino cuánta paz llevas dentro.
Estas son algunas de sus frases que, para mí, resumen su filosofía de vida:
1. “No soy pobre, soy sobrio.”
Mujica redefinió la riqueza: no como lo que se acumula, sino como la libertad de no necesitar tanto.
2. “Pobres no son los que tienen poco. Son los que quieren mucho.”
Una crítica feroz y certera al consumismo que nos consume.
3. “El verdadero triunfo es levantarse y volver a empezar.”
Dicha por alguien que supo lo que era caer hasta el fondo y reconstruirse desde ahí.
4. “Ser libre es gastar la mayor cantidad de tiempo en aquello que nos gusta hacer.”
Un manifiesto de vida contra la esclavitud moderna del reloj y el dinero.
5. “La muerte hace de la vida una aventura.”
Una frase que sólo puede decir quien aprendió a no tenerle miedo a nada.
José Mujica fue, en muchos sentidos, el presidente que todos quisiéramos tener: sabio, modesto, honesto y profundamente humano. No le interesaba el poder por el poder, sino la posibilidad de transformar. Y lo hizo, no sólo con leyes —que fueron muchas—, sino con su ejemplo.
Hoy, mientras tantos líderes levantan muros o se obsesionan con likes, me pregunto si volveremos a tener a alguien como él. Tal vez no. Tal vez Mujica fue único. Pero su legado queda. En cada joven que quiere cambiar el mundo sin corromperse. En cada ciudadano que exige honestidad con el ejemplo. En cada uno de nosotros que, al recordarlo, sentimos una mezcla de gratitud, nostalgia y compromiso.
Gracias, Pepe. Por recordarnos que la política también puede ser un acto de amor.
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