En las elecciones del Ejecutivo y Legislativo después de muchos años habíamos logrado dejar atrás la intervención de los órganos de naturaleza política, el Legislativo tiene varias décadas sin marcar el ritmo de un proceso electoral, es la autoridad electoral quien a partir de su autonomía se hace cargo de organizar y regir estas elecciones.
En las elecciones judiciales no ha sido así, pues las decisiones principales y fundamentales del proceso se han tomado nuevamente desde el legislativo, particularmente desde la presidencia del Senado, sin que exista una deliberación al respecto, mucho menos un acuerdo que fundamente y motive la determinación, simplemente son declaraciones improvisadas que terminan plasmándose en algún documento que las sustente de mala forma y a partir de ello se ejecutan de manera inmediata, con la misma prisa con la que se atiende en una sala de urgencias de un hospital o incluso a mayor celeridad.
Y por otro lado, el órgano que supuestamente puede garantizar que la elección se lleve a cabo bajo los principios constitucionales y estándares democráticos ha claudicado a su función de garante del Estado de Derecho, desde hace algún tiempo fue cooptado por el poder político y sus determinaciones obedecen a dicha lógica, incluso parecen no conocer límites, pues no importa si la defensa de su actuar implica generar una crisis constitucional, están dispuestos a cualquier cosa.
De esta forma, entre la rectoría de un órgano político y la politización de la justicia electoral estamos ante una elección en la que unos cuantos, aquellos más cercanos al poder, tienen ventajas, pues parecen ser los elegidos de antemano, mientras quienes a lo mejor cuentan con mayores méritos y capacidad parece que tendrán un camino pedregoso.