Nos encontramos ante un Poder Legislativo que en menos de 24 horas ha sido capaz de aprobar reformas constitucionales de gran calado. Estos no son tiempos normales. En el transcurso de apenas un mes se han sancionado dos reformas que alteran profundamente la naturaleza del régimen político del país, generando un contexto de incertidumbre y desasosiego institucional.
Algunos constitucionalistas apuntan que la Corte no tiene facultades para revisar el fondo de la reforma judicial, sino sólo la forma. El principal argumento es que nunca se ha pronunciado por ello. Sin embargo, lo que realmente ha sucedido, es que la Corte no ha reunido una mayoría de ministros y votos que se pronuncie a favor de revisar el fondo de una reforma constitucional. Otras cortes constitucionales en América Latina lo han hecho. Asimismo, en algunas sentencias de la Suprema Corte de Justicia de la Nación hay votos particulares que abogan porque la Corte se pronuncie sobre el fondo.
El contexto político y el peligro que representa la reforma judicial para la independencia judicial y el Estado de derecho obliga a la Corte a superar los límites que se ha impuesto a sí misma. De no hacerlo, se habrá convertido en una Corte de papel revestida de formalismos jurídicos, que lejos de proteger derechos humanos se preocupa por defender sentencias que no responden ya a los críticos tiempos que estamos viviendo. De nada servirá defender un criterio (anacrónico) cuando la supervivencia de un Poder Judicial independiente está en vilo. La reforma judicial promete jueces politizados dispuestos a cambiarlo todo.