Es fácil defender el recurso de la expropiación: en principio, como un instrumento legal del que puede echar mano legítimamente un gobierno para promover el desarrollo; en términos históricos, citando ejemplos admirables en países europeos o en Estados Unidos; o, apelando a un ánimo justiciero de redistribución de la riqueza, cuando los afectados son empresas o empresarios oscuros, antipáticos, negligentes, franca y merecidamente desprestigiados.
El falso debate sobre la expropiación
También es fácil atacar el recurso de la expropiación: en principio, como un mecanismo abusivo que viola los derechos de propiedad y destruye la confianza de los mercados; en términos históricos, citando ejemplos infames en regímenes de América Latina, Asia o África; o, apelando a un ánimo liberal de sospecha inquebrantable hacia el poder, cuando quien lleva a cabo la expropiación es un gobierno o gobernante arbitrario, demagógico, incompetente, cuyo empeño no quiere admitir restricciones ni contrapesos.
Es fácil debatir así, a partir de posiciones tan preconcebidas como predecibles, que no tienen que habérselas con los detalles del caso concreto que ha generado la discusión, ni analizar la historia, el contexto ni las normas relevantes. Es fácil debatir así porque ese, en suma, es un falso debate.
Quienes defienden la expropiación parecen asumir que la teoría se traduce automáticamente en la práctica. Como si la mera declaratoria de “utilidad pública” sobre varios tramos de las vías concesionadas a Ferrosur en el Istmo de Tehuantepec y su “ocupación temporal” por parte de la Marina produjera ya en sí misma desarrollo social. Como si el hecho de que el conglomerado propietario de Ferrosur (Grupo México) esté encabezado por una de las personas más ricas del país (Germán Larrea) implicara que la decisión es justa. Como si este gobierno no hubiera demostrado una y otra vez que hay un mundo de diferencia entre el discurso y la realidad, entre querer hacer algo bueno y saber hacerlo bien. Le atribuyen a la decisión de expropiar, aunque la propia autoridad no la denomine así y no haya seguido los procedimientos establecidos para esa figura legal, todas las virtudes posibles de una expropiación exitosa. Para el pensamiento mágico del voluntarismo obradorista en la intención ya está el resultado y la pura voluntad es la verdad última de las cosas.
Quienes atacan la expropiación reaccionan como si se tratara de un acto intrínsecamente ilegal por parte de las autoridades. Como si expropiar no fuera una facultad que está contemplada en la Constitución y regulada en las leyes, como si no fuera algo que han hecho todos los presidentes en décadas recientes sin que eso haya significado que México estaba convirtiéndose en una dictadura comunista. Como si el hecho de que lo decrete el gobierno encabezado por Andrés Manuel López Obrador lo volviera inaceptable de entrada y desde cualquier punto de vista, como si no ameritara un análisis más detallado antes de saltar tan prematuramente a la pueril conclusión de que como lo hicieron los malos es algo que está mal. La idea en sí de expropiar les parece, sin ningún tipo de matiz o consideración sobre lo público, un atropello sin límites, la suma de todos los defectos y vicios posibles. Así es como el antiobradorismo termina espejeando a sus antagonistas, repudiando con idéntica vehemencia y visceralidad lo que ellos celebran.
Para que hubiera un debate genuino serían necesarios más información y mejores preguntas. Por un lado, más claridad sobre la base y los alcances jurídicos de la decisión, sobre los avances y plazos del proyecto transístmico, sobre el papel de la Secretaría de Marina y sobre las negociaciones entre Grupo México y el gobierno. Por el otro lado, como juiciosamente escribió Irene Levy, sería indispensable responder si esta expropiación-que-no-es-expropiación-pero-de-todas-maneras-tiene-un-efecto-expropiatorio era necesaria, si era urgente y si no tenía otra alternativa.
En suma, para escapar del falso debate se requieren más fundamentos y menos fundamentalismos.
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