El resultado de tales omisiones no es solamente que los actos que realicen sin debidas facultades devienen ilegales, sino que además traicionan su esencia de ser quienes están primariamente obligadas a velar por el estricto cumplimiento del andamiaje Constitucional y legal. Es en el fondo una traición de origen, una adulteración de su más elemental deber de velar por los intereses de la población antes que los propios. Y por eso cada vez que una autoridad cesa de hacer lo que le corresponde genera una célula cancerígena que implica esparcir una gran contaminación social y que a la postre es el combustible básico de la impunidad.
En nuestro país lamentablemente nos hemos encargado de hacer que el violar la ley no traiga consecuencias, o por lo menos no en la absoluta mayoría de los casos. La realidad es que la delincuencia se ha beneficiado de un clima en el que pueden proliferar sin enfrentar grandes obstáculos, en particular si están dispuestos a generar una convivencia económica con quienes deberían ser sus perseguidores. Y es esa fórmula perniciosa la que nos explica en gran medida el por qué en el país tenemos tales niveles de desorden, desconfianza, incertidumbre, violencia e inestabilidad. El además saber que la convivencia de autoridades y delincuencia llega al terreno electoral nos pone en un grado de riesgo de perder al país a negros intereses. Pero eso está sucediendo ante nuestros ojos.
Cuando tienes a personas que saben que pueden robar, matar, extorsionar, secuestrar, violentar y en general infringir la ley porque no los van a sancionar, entonces hemos dado un paso nefasto y de no retorno sencillo, para que la sociedad se vuelva rehén de un funcionar artero y que rompe con el código de convivencia esencial que supone todo el marco normativo para la sociedad mexicana. Y aunque nos duela todo empieza con los reglamentos más esenciales, como los de tránsito y buen gobierno. En el momento en que el ciudadano considera que el pasarse un alto no es grave, lo puede hacer sin ser sancionado, o que puede hacer “obsequios” para salir del problema, nos hemos convertido en una parte esencial del problema.
De esta manera debemos pasar de la reflexión somera sobre el que las autoridades no hacen su trabajo a algo de mayor calado. Evidentemente que las expresiones de funcionarios (incluyendo al presidente) que denuestan al régimen legal son tristes y descorazonadores. Aún más preocupante y despreciable saber que dichas mismas autoridades pretenden asumir un rol preponderante y superior al incluso desconocer las facultades de otros poderes, tratar de someterlos, o incitar a que no se cumplan las determinaciones de esos otros servidores públicos, mismos que actúan en ejecución de sus atribuciones y facultades. Esa es una ruta perdedora con grandes impactos adversos al tejido social e institucional.
El balance Constitucional en la división de tres poderes y tres niveles de gobierno tiene como razón fundamental el evitar la concentración de imperio en pocas o en una persona, y así propiciar contrapesos y orden en la administración pública, legislativa y judicial. Atacar o descomponer dicho andamiaje es perverso y de muy nocivas consecuencias. Doblemente preocupante resulta que en tales andares de excesos, incongruencias o abusos se sorprenda a los titulares del Ejecutivo y el Judicial, y miembros del Legislativo, como hemos apreciado sucede en épocas recientes. Esas personas han violentado su recto actuar, y al hacerlo muy probablemente comenten delitos que en su momento deberán ser procesados para que paguen por sus fechorías.
El equilibrio que se requiere para avanzar en la pirámide de cumplimiento legal hoy está debilitada por varias partes. Como hemos visto arriba, tanto autoridades como ciudadanos somos cómplices de una tendencia que enmarca y propicia un desapego a los niveles deseables de orden y cumplimiento. Esto debe cambiar ya porque estamos cimbrando al país. En los hechos nos estamos convirtiendo gradualmente en un sistema canibalista en que los unos nos comemos a los otros.
Y en ese ejercicio, como sería lógico asumir, son las partes de la sociedad con menores recursos los que resultan más afectados y expuestos. Donde duele más el impacto de la ilegalidad, es donde se hay también el mayor daño. Una crueldad brutal, y una lesión permanente sin visión de cambio o mejora. La incongruencia en su actuar, así como ausencia de tareas de enmienda y de corrección por personas como el Presidente son de particular señalamiento y preocupante perversidad.
Debemos apostarle a una ruta distinta. Y me refiero no solamente al hecho de que nos enfilemos todos a cesar el abuso que supone el que la delincuencia se apodere de nuestro quehacer diario. Y en esa caracterización de la delincuencia caben todos, desde los que se pasan los altos, hasta los que perpetran grandes robos o abusos, y evidentemente también los servidores públicos que no hacen lo que les corresponde. Pero la propuesta es que debemos aspirar a mucho más.
La impunidad y la corrupción no pueden ser vistas simplemente como el hecho de que no se sancione y que se pueda robar o abusar sin consecuencias. Debemos ir más allá y darnos cuenta que en cada momento en que no se cumple la ley en todos los terrenos como son seguridad, justicia, educación, salud, trabajo, cultura, vivienda, etc., estamos lesionando el presente y el futuro de México. Porque cumplir la ley no es simplemente asegurarnos que los robos, secuestros, extorsiones, muertes, violaciones, desapariciones, etc. se abatan y desaparezcan (lo cual es ciertamente importante y absolutamente necesario), sino que también podamos llegar a un nivel de desarrollo social en que el piso sea parejo, las oportunidades amplias, la educación de calidad y homogénea, los sistemas de salud eficientes y eficaces, y en general que haya un sentido de empatía con sectores vulnerables y de equidad para el desarrollo pleno de todas las personas.