Chile: qué pasó y qué sigue

La democracia directa tuvo la virtud de encauzar el conflicto hacia un proceso constituyente; sin embargo, ese proceso desembocó en una rotunda derrota de su propia propuesta.
Aunque las encuestas indican que el rechazo ganaría el plebiscito, los partidarios del Apruebo aun tenían esperanza de un triunfo inesperado.

A pesar de no ser de los países más grandes, ni territorial ni económica ni demográficamente, Chile siempre ha sido un país de mucho protagonismo en el contexto latinoamericano.

Ya sea en la historia de la izquierda democrática o de las dictaduras militares, de las transiciones a la democracia o de las reformas neoliberales, el caso chileno suele ocupar un lugar especial, representar una experiencia no solo interesante sino paradigmática, de referencia.

Lo que viene ocurriendo durante los últimos años, desde el estallido social hasta el proceso constituyente, difícilmente será una excepción. Chile es hoy, para bien o para mal, un laboratorio del futuro.

Tras una oleada de manifestaciones y protestas masivas a fines del 2019, originalmente provocada por un alza en las tarifas del transporte público, pero que pronto desembocó en una condena generalizada contra el modelo económico “subsidiario” (i.e., de mucho mercado y poco Estado) y un profundo rechazo a la clase política tradicional, el gobierno de Sebastián Piñera decretó un estado de emergencia.

Durante las siguientes semanas, los disturbios y enfrentamientos dejaron más de 30 muertos y casi 15,000 heridos. Organizaciones internacionales advirtieron sobre múltiples violaciones a los Derechos Humanos por parte del Estado chileno. Las pérdidas económicas se calcularon en alrededor de un punto del PIB. Chile, en suma, enfrentaba una crisis sin precedentes.

Para tratar de distender la situación, las fuerzas políticas acordaron convocar a un plebiscito nacional para preguntarle a los chilenos si querían una nueva Constitución. Dicho ejercicio, celebrado en octubre de 2020, contó con una participación de 7.6 millones de votos (51% del padrón): el 78% votó a favor y el 22% en contra.

Posteriormente, en mayo de 2021, se llevó a cabo la elección de una Convención Constitucional en la que el voto se fragmentó entre un total de 16 grupos, aunque la mayoría fue para fuerzas progresistas e independientes, sin militancia en un partido político, cuyos representantes promediaban 41 años. La Convención comenzó a sesionar en julio de 2021 y terminó de hacerlo un año después, en julio de 2022.

El domingo pasado (4 de septiembre) se llevó a cabo un plebiscito para que los chilenos decidieran respecto a la propuesta de nueva Constitución redactada por la Convención. Participaron 13 millones de votantes (86% del padrón): 62% la rechazó y 38% la aprobó.

Chile se encuentra, ahora, en el nada envidiable dilema de que su Constitución vigente fue rechazada por una amplia mayoría de la población, pero la nueva alternativa presentada por la Convención Constitucional también lo ha sido. Los mecanismos de democracia directa tuvieron la virtud de encauzar el conflicto hacia un proceso constituyente (

); sin embargo, al final ese proceso desembocó en una rotunda derrota de su propia propuesta.

No es una catástrofe, aunque sí un momento de tensa incertidumbre que deja al gobierno de Gabriel Boric –comprometido con el apruebo– muy debilitado apenas seis meses después de haber asumido el poder.
Es difícil saber las razones del rechazo. Y es factible que cada bando haga interpretaciones interesadas para llevar agua a su molino. También es posible que la discordia se agudice justo cuando más falta harán la negociación y el acuerdo. El estallido sirvió para articular un sentimiento mayoritario de rechazo al orden establecido, no para construir un nuevo orden que fuera aceptable para la mayoría.

Justo en una crisis que explotó por el descrédito de la política, la política se vuelve indispensable para salir de ella. ¿Pero qué política? ¿La de las viejas élites de la democracia o la de las nuevas fuerzas del estallido? ¿La de la institucionalidad o la de la polarización? ¿La política de la experiencia o la política de la innovación?

¿Sabrán los chilenos darse la oportunidad de ponerlas a dialogar?

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Nota del editor:

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