Realista y simbólica, esta serie mezcla los juegos de infancia, la sobrevivencia y la muerte. A medida que avanza la trama, es inevitable sentirse apegado a determinados personajes e intuir quién será eliminado en el siguiente juego: el líder fuerte y silencioso, la forastera malhumorada, el gángster violento, el viejo bondadoso o el gentil ingenuo que sirve como una suerte de portavoz del público.
Estos personajes representan distintos arquetipos que expresan la agresión como una característica humana que supone la presencia de la violencia en la constitución de la sociedad. En la historia existen tipos sociales contrapuestos como el líder vs. el forastero, el violento vs. el bondadoso, el chivo expiatorio o actuador del conflicto –con el cual nos identificamos– vs. el “maestro”, el gran otro que controla las conductas –figura de apego– y de quien en un momento de la vida dependió nuestra sobrevivencia como especie vulnerable que somos.
En la serie, esa mezcla de juegos infantiles alimentados con una crueldad desgarradora, resuena en momentos muy tempranos del desarrollo psicológico humano. Pero ¿cómo es que se nos hace viable soportar las imágenes de sufrimiento extremo?
Freud afirma que los conflictos de interés entre las personas se solventan en principio mediante la violencia. En los primitivos, la fuerza muscular decidía a quién pertenecía algo o de quién debía hacerse la voluntad, pero la rudeza fue sustituida por quien tiene las mejores armas o destreza para utilizarlas. La inteligencia juega –literalmente– un papel muy importante en el proceso de ganar y sobrevivir.
La violencia existe en el imaginario de aliviar el malestar que uno tiene y de ese modo desembarazarse momentáneamente de los propios padecimientos cotidianos. En líneas generales nos inclinamos, como afirma Freud en su ensayo “El malestar en la cultura”, a observar esta violencia como algo superfluo aunque acaso no sea menos inevitable ni resulte en un destino menos fatal.