Desde el principio, sin embargo, el de Zeller se vuelve un relato pormenorizado no tanto de una misión en vías de cumplirse como de una fractura aparentemente irremediable entre el descuidado gigantismo de las fuerzas de ocupación y la dificultosa fragilidad de un país muy pobre, agreste, atrasadísimo, pero aún así –o, mejor dicho, justo por eso– ingobernable para la superpotencia. Desencuentro tras desencuentro, el simplón aunque bienintencionado idealismo de Zeller se tropieza con todo tipo de desórdenes, impaciencias, desconfianzas, corrupciones, torpezas, brutalidades e incomprensiones hasta cristalizar en la trágica certeza de que Estados Unidos permanecía en Afganistán más por una desdibujada inercia que por un propósito claro.
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El 8 de septiembre de 2008 (¡hace casi 13 años!), Zeller apunta que ni los estadounidenses ni sus aliados locales habían logrado el arraigo social necesario para que sus esfuerzos prosperen. Tienen poder, reconoce, pero carecen de autoridad. Mientras las cosas sigan igual, advierte, sus contrapartes afganas no estarán en condiciones de hacerse cargo por sí solas cuando ellos ya no estén. “Me temo que esta guerra está perdida si continuamos así”. Y así continuaron. No es que Estados Unidos fuera derrotado por los talibanes. Es, más bien, que el ejército estadounidense salió de Afganistán invicto, pero sin nada ni remotamente susceptible de significar una victoria.