La batalla que se libra en estos momentos por las 15 gubernaturas en disputa el próximo 6 de junio es feroz. Pensar los comicios de 2018 en términos de un tsunami ha sido un craso error. Ha permitido una falsa sensación de dominio morenista cuando no lo hay. Las elecciones de este 2021 no podrían ser la reproducción de las presidenciales. No se está ya en la cresta de una ola demoledora, sino en la etapa de la inundación, de la dispersión de la fuerza electoral, y ahí Morena ha lucido frágil o por lo menos mucho menos contundente.
Aguantar las críticas por la designación de candidatas o candidatos que no tienen el perfil que la militancia morenista desea –en su mayoría provenientes de añejos grupos políticos otrora desplazados y que tienen ahora una nueva oportunidad de alcanzar el poder– no parece un asunto de necedad, sino de franca escasez de estructuras en diversas, y hasta extensas, zonas del país. Lo importante es quién puede aportar capital político y económico para ganar los cargos, no quién representa mejor los valores de un partido aún en consolidación.