Ya sabremos a ciencia cierta qué fue lo que ocurrió para que venciera el tramo fatal, abriendo un boquete a un abismo que robó la vida a, por ahora, 25 mexicanos y mexicanas. O mejor dicho: habrá que exigir saberlo a ciencia cierta. Habrá que empecinarse en llegar, de verdad, a las últimas consecuencias. Y entonces habrá que deslindar responsabilidades. Una tragedia de este calibre no puede quedar impune.
El proceso deberá proceder sin dilación. Las autoridades deberán estar a la altura de su promesa de transparencia y apego a la ley. El trayecto será largo y doloroso, pero no deberá admitir distracciones como la de las voces que, concentradas en la consecuencia política de la tragedia antes que en la tragedia misma, insisten desde ahora en “no politizar” lo ocurrido, en ya pasar la página y a otra cosa.
No: tras una tragedia como la de Tláhuac, exigir rendición de cuentas es prerrogativa del ciudadano y obligación del gobierno. Cualquier otra cosa, incluida la narrativa del victimismo, la distracción y el complot desde quien tiene el mandato de gobernar, no solo es contraproducente: es una aberración moral.