Se cumplió un año de que la OMS decretara el estado de pandemia por la rápida transmisión del virus SARS-COV-2 a lo largo y ancho del planeta. Entre las consecuencias directas están la saturación de los servicios de salud debido a la gran cantidad de personas enfermas de COVID-19 en sus estados más graves. Esta situación demandó soluciones a la ciencia, pero también terminó por evidenciar grandes fallas del sistema económico y financiero en el que vivimos al exacerbar los brutales efectos de la desigualdad estructural que replican. Desde investigaciones científicas en torno a los coronavirus que se detuvieron y proyectos que nunca fueron financiados por no resultar “redituables” a largo plazo, hasta la forma en que los gobiernos dirigen y priorizan sus objetivos de desarrollo.
Es necesario –más que nunca− replantear la consolidación del Estado de Bienestar a través de servicios públicos eficientes y accesibles que en verdad permitan mejorar la calidad de vida de las personas. El deteriorado sector de salud pública enfrenta fuertes limitaciones, e incluso ha transferido parte de sus responsabilidades al servicio privado, a través de medidas de protección social como seguros, por sus condiciones reducidas presupuestalmente. Sin embargo, la experiencia del coronavirus nos deja claro que no podemos continuar así, y que urge priorizar el cumplimiento de los derechos humanos, sobre los intereses económicos.