Pero sin importar su forma o durabilidad, todos estos antimonumentos tienen el mismo objetivo: mantener viva la memoria, denunciar la impunidad y exigir la no repetición.
Rosa Salazar, coordinadora del Laboratorio de Derechos Humanos, Comunicación y TIC, los describe como memoriales, y la memoria, dice, es un mecanismo de exigencia de la justicia de quienes han sufrido violaciones a sus derechos humanos.
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"Es importante entender que, si no se logra tener una memoria activa y crítica, se tiende a olvidar la acción de la violación de derechos humanos contra las propias víctimas, las madres y los hijos; pero también, como sociedad, nos deben eso: la no repetición", dice en entrevista.
Rocío Castillo Garza, investigadora del Programa Interdisciplinario de Estudios de Género de El Colegio de México, coincide en que los antimonumentos permiten contrarrestar prácticas de impunidad y olvido, y son un esfuerzo por construir discursos contrarios a los nacionalistas, como hacen los monumentos tradicionales reconocidos por el Estado.
Son un síntoma del hartazgo social en torno a la impunidad, sobre todo frente a crímenes en los que las familias no pueden llorarle a sus desaparecidos".
Salazar señala que el agravio hacia una persona o un grupo es un agravio para toda la sociedad. Por ejemplo, el caso Ayotzinapa evidenció que persiste una crisis de desapariciones a manos del Estado y los asesinatos de mujeres en Chihuahua en los 90 llevaron al reconocimiento de los feminicidios en México.
En este sentido, destaca que tener estos memoriales da la oportunidad de recordar y entender como sociedad cómo trascienden las violaciones a los derechos humanos.