Las críticas y señalamientos hacia cualquier gobierno son y deben ser contundentes. Así funciona el sistema democrático, no hay nada de raro en esto. Quienes están en el poder deben ejercerlo de la mejor manera posible para evitar los señalamientos, para ser contundentes en las respuestas sobre sus decisiones y para librar los ataques de quienes compiten por quitárselo. Por su parte, quienes quieren arrebatar el poder, están obligados a identificar todos los huecos, errores y fallas, con el fin de sacar provecho de ello y presentarse como una mejor opción para solucionarlos.
Bajo estas consideraciones, muchas personas no entienden que López Obrador, a 24 meses de estar sentado en la silla, se queje de las críticas a su gobierno, algo que es normal en cualquier democracia. No obstante, tampoco extraña la actitud de AMLO. En un mundo hiperconectado, donde la meta-narrativa y lo simbólico tienen una fuerza sin precedente, mantener la condición de víctima que es atacado por los poderes fácticos, tales como los medios o los empresarios, sigue siendo rentable. En no pocas ocasiones ha dicho “soy el presidente que más han atacado los medios en toda la historia del país”. El simple hecho de decirlo, lo pone en esa condición. El simple hecho de escucharlo, hace que millones de personas así lo crean y perciban.
Sirvan estas consideraciones, pues en el informe del martes pasado, tuvimos una repetición de lo que hemos visto desde que el presidente tomó protesta. Por un lado, la defensa a ultranza de todo lo realizado; nulo espacio para la autocrítica. Por el otro, el ataque también desmedido contra lo que se ha hecho o se ha dejado de hacer; ningún espacio para el reconocer que haya algo bueno.