En Michigan, Wisconsin y Pensilvania, los tres estados clave de la elección, el margen de Biden será de más de 200 mil votos, más del doble de la ventaja que le permitió a Trump alcanzar la presidencia hace cuatro años. En suma, una victoria clara, tan clara o más que la que llevó a Trump a la Casa Blanca.
¿Por qué, entonces, no acepta su derrota el presidente republicano? ¿Por qué insiste en la patraña de un supuesto fraude? Porque tampoco cabe duda: lo del fraude es una patraña. No hay ninguna evidencia de un fraude electoral concertado y masivo – una confabulación mayúscula en contra de uno de los contendientes en busca de la presidencia – en toda la historia moderna de Estados Unidos. Simplemente no hay evidencia.
En esta ocasión, las pruebas que Trump dice tener no comprueban otra cosa más que los errores normales de una democracia. Solo a los tercos y los fanáticos no les cabe en la cabeza que no es lo mismo una democracia imperfecta que una democracia corrupta y fraudulenta. En gran medida por los retos específicos de la pandemia y en otros por la falta de acuerdo en las legislaturas locales para establecer maneras de contar más rápidas y eficaces, algunos estados se tardaron en contar los votos. Pero al final los contaron, democráticamente. Y el ganador fue Joe Biden.