La lealtad quizá sea una cualidad que les sirva a los políticos en sus intrigas palaciegas o disputas partidistas, para cerrar filas en torno a un conflicto, para congraciarse con determinados grupos o intereses o para ganarse la confianza del mandamás en turno. No es un atributo, sin embargo, que les sirva a los ciudadanos. No les sirve que los funcionarios públicos procuren demostrar lealtad antes, por ejemplo, que capacidad, integridad o sentido de la realidad. No les sirve tampoco que sus gobernantes les demanden lealtad a ellos para escuchar sus reclamos o atender sus demandas, que por lealtad les exijan sacrificar su autonomía o defender algo indefendible.
La lealtad es un concepto que se presta mucho para el abuso, un fenómeno que muy rápidamente puede degenerar en chantaje, complicidad o negligencia.
La devoción que Irma Eréndira Sandoval le profesa al presidente no significa nada en términos de su competencia para combatir la corrupción. La respuesta a la epidemia no es más eficaz gracias al ferviente lopezobradorismo de Hugo López-Gatell. Que Arturo Herrera acate cualquier ocurrencia de López Obrador no contribuye a la recaudación fiscal ni a la calidad del gasto. La disposición a obedecer la instrucción presidencial de desaparecer los fideicomisos, a sabiendas de que el daño que provocará dicha medida será infinitamente mayor que sus beneficios, no hace a Mario Delgado un mejor representante popular. Que Claudia Sheinbaum emule la retórica de Palacio Nacional respecto al movimiento de las mujeres, insinuando que está infiltrado o que lo financian intereses opuestos a la autodenominada “cuarta transformación”, no representa ningún avance para la ciudad de México.