Hace unos días, en mi vista por Michoacán, durante las actividades que realizo por mi aspiración a ganar la encuesta para la Secretaría General de Morena, sostuve un diálogo corto pero sustancial con mujeres feministas que buscaban respuestas, buscaban seguridad ante una marginación histórica de la que yo también he sido víctima; buscaban garantías de que Morena no tolerará la violencia. Mi mensaje fue contundente: “en Morena, no permitimos la violencia bajo ninguna circunstancia, hemos sido claras, tampoco permitiremos ningún tipo de agresión hacia ninguna mujer. No está en nuestros principios, no está en nuestra ideología y tampoco en el Proyecto de Nación con el que acompañamos al presidente de México”.
Durante décadas se permitió una escalada de violencia estructural como en pocos procesos históricos de nuestro país, y las mujeres, bajo todos los paradigmas interseccionales que podamos imaginar, fuimos las que menos recibimos protección del Estado. Pero, por otro lado, la política es uno de los espacios de participación óptimos para lograr cambios. Las acciones de nuestros institutos políticos deben llamar a la acción, desde las bases del partido se debe fomentar la defensa de estos derechos civiles, pues son banderas que se han izado desde hace más de setenta años y que ha logrado consolidarse poco a poco a lo largo de nuestra historia como país.
Con firmeza, afirmo, es deber de quienes somos parte de un instituto político o quienes aspiramos a dirigirlos, exigir que se respete la paridad de género en todas las estructuras partidistas: desde las bases estructurales territoriales, a quienes les debemos el Cambio Verdadero, hasta las dirigencias nacionales. En esas instancias, si no existe la voluntad de reconocer los actos que han impedido la participación de las mujeres, no se está luchando desde la izquierda y se corre el riesgo de volver a abrir las brechas de desigualdad en razón de género.