“Los gringos aceptan nuestras mentadas de madre. No les gustan, pero no pasa de allí.” Este noble principio de nuestra política exterior se le atribuye a Díaz Ordaz. El reciente encuentro entre AMLO y Trump demostró que sigue vigente. Se trata de un principio más o menos bilateral: no es ningún secreto que Trump hizo toda una campaña política basada en la degradación del mexicano a algo poco menos que un delincuente y que prometió –y sigue prometiendo– un muro fronterizo.
#ColumnaInvitada | Los gringos aceptan nuestras mentadas de madre
Lo que Díaz Ordaz no dijo, pero que ahora quedó muy claro, es que a las mentadas de madre han de seguirle declaraciones almibaradas sobre el valor de la amistad. “Fallaron los pronósticos”, aseguró AMLO. “No nos peleamos: somos amigos y vamos a seguir siendo amigos”. No se refiere, desde luego, a la amistad virtuosa de Aristóteles, sino a una amistad estratégica y por conveniencia (política, económica y publicitaria). En ese mismo discurso, agradeció a Trump por no haber tratado a México como colonia. El agradecimiento es de dientes para afuera y funciona, quizá, como el papel celofán de un insulto. Es otra manera de recordarle al primer mandatario de los Estados Unidos, en su casa y en su cara, que el suyo es un país eminentemente colonialista.
Horas más tarde, durante la cena, Trump condecoró a su amigo (a este “good hombre”) con el título de “el mejor presidente de México”, “duro y audaz”. De postre –por si hiciera falta– hubo galletas de mantequilla con crema de limón y merengue tostado.
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Es el turno de los analistas de emitir su dictamen. ¿Fue una visita que redignificó la imagen de México en los Estados Unidos o que, por el contrario, terminó de humillarla? ¿Se trató de una “visita de trabajo” o de una visita con turbias motivaciones electorales? ¿Trump se dio el lujo de utilizar a nuestro presidente como comparsa y como hecho noticioso? La respuesta dependerá de dónde pongamos el acento.
Pocos días antes de la llegada de AMLO, Trump se hizo fotografiar frente al muro fronterizo de Arizona como un patrón que supervisa los avances en la construcción. Vino, después, la foto de AMLO con cubrebocas, a bordo de un avión comercial. Daba la impresión de que AMLO había dado su brazo a torcer y que por fin aceptaba lo obvio: que es un hombre susceptible de caer enfermo a causa del coronavirus.
Está, por otro lado, la emocionante foto de AMLO, frente a frente, con un titán –literalmente– de la democracia: Abraham Lincoln. Quiérase o no, AMLO es un importante expediente en la historia de nuestra democracia, un meteoro que arrasó en las urnas y que está redefiniendo, día a día, las reglas del juego político, incluida la relación entre el presidente y su base popular.
Ya sabemos lo que pensó AMLO en esos instantes solemnes: pensó en Benito Juárez. Y habrá pensado otras muchas cosas que se guardará para sí. El diálogo silencioso entre Lincoln y AMLO, en plena pandemia y en plena crisis de las “democracias occidentales”, es un poderoso símbolo que nos recuerda lo larga y lo tormentosa que ha sido la relación con nuestro vecino del norte: relación de imitación, de subordinación, de desafío, con su “buena vecindad”, su luna de miel, sus pleitos encarnizados y sus reconciliaciones.
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Otros símbolos parecidos se me vienen a la mente: cuando el presidente Truman visitó la Ciudad de México en 1947 (a cien años de la intervención yanqui) y ofreció un “improvisado” tributo a los Niños Héroes de Chapultepec; o cuando John F. Kennedy se paseó por el Zócalo en un descapotable, acompañado de López Mateos y bañado de confeti.
Nunca acabaremos de decidir si la visita de AMLO a Estados Unidos nos benefició o nos perjudicó. Está llena de signos y de gestos ambiguos. Simone de Beauvoir definía la ambigüedad como “el atributo de cualquier concepto, idea, declaración, presentación o reclamación, cuyo sentido, intención o interpretación no pueden ser resueltos según una regla o un proceso”.
En una conferencia previa al viaje, AMLO nos advirtió que “la política es para evitar la confrontación”. No nos debe extrañar que la ambigüedad sea uno de los atributos predilectos de los políticos, en general, y una de las características más notables (y más denunciadas) tanto de Trump como de AMLO. Sus discursos, si bien son dicotómicos y tienden a la polarización, saben habitar muy bien el intersticio de “lo indecidible”. La confrontación se evita, se gestiona, se capitaliza; no se elimina.
Algo sí podemos afirmar con certeza. Con AMLO, queda inaugurado un nuevo capítulo en la diplomacia mexicana. Hubo una época en que lo primero, lo primerísimo que hacía el presidente de México, era invitar a su homólogo yanqui a Teotihuacán o, en su defecto, hacerse invitar a la Casa Blanca (si alguna universidad gringa concedía al presidente mexicano un doctorado honoris causa, el augurio ya no podía ser mejor). Muy atrás quedan los “apoteósicos” viajes de Miguel Alemán (abril de 1947) a bordo del avión de Truman, llamado, jocosamente “La vaca sagrada”. Muy atrás las recepciones a López Mateos, en Washington (1958), con pancartas, globos y chinas poblanas de trenzas rubias. Y muy atrás, por suerte, los viajes multitudinarios y onerosos de Peña Nieto, que fueron la comidilla de los periodistas de Sociales. Podemos repetir, eso sí, las palabras –tan lejanas y tan cercanas a la vez– que pronunció Miguel Alemán luego de ver cómo el presidente Truman derramaba una lágrima discreta por los Niños Héroes: “Juntos hemos de vivir y juntos habremos de prosperar”.
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Nota del editor: el autor es maestro en Filosofía. Es autor de La revolución inconclusa. La filosofía de Emilio Uranga, artífice oculto del PRI (Ariel, 2018).
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