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Inteligencias atrapadas

A todos los intelectuales metidos en política les llega el momento de elegir entre su ilusión o su conciencia, entre redoblar la lealtad o atreverse a la disidencia.
mar 19 mayo 2020 10:30 PM

La de los intelectuales y la política es una historia vieja, conocida y trágica. Muchos la ignoran y, como advierte el viejo adagio, la repiten. Pero otros la conocen y, de todos modos, la repiten igual que los que la ignoraban. En cualquier caso, lo cierto es que a todos les llega tarde o temprano su hora de la verdad, el momento de elegir entre su ilusión o su conciencia, entre redoblar la lealtad o atreverse a la disidencia. No es un cuadro agradable de contemplar. Los que optan por lo primero terminan de un modo u otro reducidos al papel de apologistas, ideólogos, porros, propagandistas o burócratas, a rumiar en silencio el atormentado contraste entre la imagen glorificada que se hicieron de sí mismos y la amarga irrelevancia a la que su propio sacrificio los condena. Y los que optan por lo segundo tienen que pagar el precio de romper la disciplina que ellos contribuyeron a instaurar, a habérselas con la dolorosa experiencia que André Gide describió así: “es casi inevitable conocer la tristeza de la verdad cuando ella corta nuestro impulso entusiasta del día anterior; cuando es dicha y nadie quiere oírla, cuando tus amigos de ayer y tus enemigos de siempre prefieren, juntos, lincharte antes de permitir que tus dudas dialoguen con tus certezas”.

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Una cosa es poner el pensamiento al servicio de un proyecto. Dedicarse a pensar cómo impulsar una agenda social, por ejemplo, que haga una diferencia significativa y para bien en la vida de determinados sectores vulnerables o desaventajados de la población, ya sean los pobres, las víctimas de la violencia, los migrantes, las mujeres o los indígenas. Otra cosa es poner el pensamiento al servicio de una persona. Dedicarse a pensar cómo promoverla como la mejor alternativa posible, cómo persuadir a otros de apoyarla también, cómo refutar los argumentos de quienes la valoran negativamente o contrarrestar los ataques de quienes intentan desprestigiarla. Desde luego, cuando hay una relación estrecha entre la persona y el proyecto, el pensamiento puede ponerse al servicio de ambos. Entonces promover una se vuelve una forma de impulsar el otro y viceversa. Las complicaciones radican, primero, en no sucumbir al peligro de confundirlos, sobre todo de hacer como si el proyecto fuera la persona; y, segundo, en no admitir la posibilidad de que la persona pueda, deliberada o involuntariamente, atentar contra el proyecto. Esas complicaciones desembocan, con demasiada frecuencia, en la imposición de una mentalidad de manada, de silencios cómplices, de evasivas deshonestas, en fin, de un cierre de filas que dificulta la posibilidad de ejercer la crítica honesta y abiertamente.

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Durante las últimas semanas han despuntado en medios de comunicación y redes sociales algunas voces de comunicadores, analistas, académicos o activistas simpatizantes del lopezobradorismo que, ya sea por los desvaríos retóricos del presidente (sobre la prensa, sobre la pandemia o sobre la violencia contra las mujeres) o por las malas decisiones de su gobierno (en materia económica, energética o de seguridad pública) comienzan a tomar distancia, a marcar sus deslindes o hasta a expresar desacuerdos. En muchos casos lo hacen, sin embargo, con la boca chica: con un tono entre sorprendido y renuente, temeroso, con expresiones de una inocencia tan impostada como inverosímil, haciendo alarde de un enorme talento para el contorsionismo y la ambigüedad. Y uno no puede sino preguntarse por qué, si cada vez es más obvio que el presidente está adoptando actitudes o políticas contrarias a la agenda que lo llevó al poder, a esos simpatizantes les cuesta tanto trabajo pintar su raya, decir “así no” o “hasta aquí”, separar a la persona del proyecto y reafirmarse con claridad en las posiciones que siempre han defendido, pero en las que titubean cuando de quien tienen que defenderlas es de López Obrador. Es como si su inteligencia estuviera atrapada en la jaula de su lealtad a un líder que los obliga a hacerse guajes respecto a sus convicciones, a comerse sus propias palabras, a cerrar los ojos ante el franco deterioro de un gobierno en el que tenían todo el derecho a creer, pero que, si son honestos intelectualmente, ahora tienen la obligación moral de alzar la voz y llamarlo a corregir el rumbo.

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Twitter del autor: @carlosbravoreg

Nota del editor: Las opiniones de este artículo son responsabilidad única del autor.

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