¡Qué difícil es abrirse brecha en la jungla noticiosa de la epidemia en México! Aunque sí, tal vez sea una dificultad en buena medida inevitable. Por el propio hecho de que estamos en una situación de emergencia global sin precedentes; por las tecnologías de la inmediatez que sacrifican el rigor en aras de la velocidad; porque el fenómeno de la posverdad nos predispone a juzgar las noticias no en función de su veracidad sino de nuestra conveniencia. En fin, por esos u otros motivos, la cuestión es que de pronto resulta imposible encontrar un punto de apoyo firme entre tanto movimiento, identificar información confiable en medio de tanta desconfianza.
Coronavirus: las alertas desde abajo
La polarización política no ayuda. De hecho, más bien agrava. De un lado están los que creen en los datos oficiales y las conferencias de prensa como si fueran la única fuente legítima de información. Para ellos ahí está todo, perfectamente transparente y explicado, sin inconsistencias ni huecos. Las dudas o cuestionamientos, en consecuencia, no pueden ser más que producto de las “fake news”, la “mala leche” o las ganas de “golpear al gobierno”. Del otro lado están los que aseguran que no se ha hecho nada, o que todo lo que se ha hecho se ha hecho mal. Para ellos, toda la información oficial equivale a una mentira alevosa y premeditada. Tampoco admiten dudas o cuestionamientos, cualquier argumento que matice o rebata su fantasía heroica de encarnar “la resistencia” les parece inadmisible, cobarde, claudicante. Así, mientras que para unos la única verdad posible es la verdad oficial, para otros la verdad solo puede ser furiosamente antilopezobradorista. Al final, a pesar de sus diferencias, ambos comparten una misma incapacidad de habérselas con la incertidumbre y una idéntica intolerancia a la crítica. Más que persuadir, su función es algo a medio camino entre aturdir y disciplinar.
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En una atmósfera noticiosa tan desconcertante, en la que tantos factores (desde el miedo hasta la manipulación) terminan combinándose para desorientar a las audiencias, hacen falta nortes informativos: claves que contribuyan a distinguir las señales del ruido; ángulos que nos permitan separar los hechos de los juicios; registros que nos ubiquen en la experiencia directa del fenómeno que tratamos de entender. Tal vez una de esas claves pueda ser la historia desde abajo, es decir, la voz de las personas que están a ras de campo, su visión desde el frente de batalla contra la epidemia. No son las élites políticas ni mediáticas, no son los funcionarios de alto nivel, tampoco los propagandistas del gobierno ni sus detractores. Son la gente común que ya está viviendo en carne propia, cotidianamente, la emergencia. Los contagiados y sus familiares, el personal médico que los atiende, los administradores a nivel de ventanilla que tienen que procesar sus casos, aquellos que trabajan de un modo u otro brindándoles algún servicio. Son, en suma, esos individuos de los que decía John Dewey que “podrán no ser muy sabios, pero hay una cosa en la que son más sabios que cualquiera, y es que ellos saben dónde aprieta el zapato, saben cómo se sufren los problemas”.
Durante los últimos días han menudeado, aquí y allá, las alertas desde esa trinchera. Médicos y enfermeras que alzan la voz, que organizan paros por la ausencia de protocolos, de insumos y equipamiento, por el desabasto de medicinas, incluso por la falta de protección que ellos mismos padecen ante el riesgo de contagio. Ahí están: en clínicas, institutos, hospitales, tanto públicos como privados, en varias entidades de la república. Manifestándose, denunciando, exigiendo. Perdón, pero a ellos no podemos mandarlos a callar con la consigna de que ya se pronunciaron los representantes de la OMS. No podemos reprocharles que no entienden que no entienden ni invitarlos a que se den cuenta. No podemos regañarlos porque no vieron la última conferencia de López Gatell o porque no tienen idea de lo que hablan pues no son expertos en epidemiología. ¿Seremos capaces de prestar la debida atención al legítimo agobio que expresan sus rostros? ¿Sabremos escuchar el enojo y la preocupación que hay en sus reclamos? ¿Podremos tener la humildad y la inteligencia para hacernos cargo de ese diagnóstico en primera persona que comunica su protesta?
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