Algunas cifras que nos dejan perplejos respecto a lo que está sucediendo a nuestro alrededor son, justamente, cómo se vive esa violencia en nuestro día a día. Ya sabemos que nuestro país vive una ola encarnizada de homicidios dolosos, los que tristemente cifran 100 cada día y de esos al menos 10 son de mujeres. Pero lo grave en el caso de los feminicidios es que no es solamente la privación de la vida, sino que el motivo determinante de ese acto de privar a alguien de su existencia tiene como ingrediente fundamental el que hay un desprecio vertebral, ya que el motivo determinante del delito es por el sólo hecho de ser mujer lo que incomprensible e irracionalmente motiva esa actuación por parte del agresor.
Quizá más doloroso lo es el que en la enorme mayoría de los casos la violencia contra la mujer, resulte o no en la pérdida de vida, tiene como su origen una persona ubicada en el círculo cercano a la víctima. Es decir, que normalmente se trata de personas como el padre, el padrastro, los hermanos, los primos, los amigos, los conocidos, los vecinos, y en general personas con las cuales la víctima tuvo un contacto de una u otra forma. Esa circunstancia hace más vulnerable a la víctima porque en la mayoría de las ocasiones no pudo haber previsto o prevenido el ataque respectivo (por lo menos en la primera ocasión, y luego la cercanía sirve como elemento disuasivo de generar una denuncia ante repetidas agresiones). Es esa alevosía y ventaja de los victimarios que los hace doblemente responsables de los ataques de género, mismos que han llegado a niveles insospechados de crueldad, violencia y abuso.
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Duele reconocer que como sociedad casi nada hemos hecho en esta materia. Destacan las omisiones en factores tan importantes como la prevención, la capacitación de nuestras autoridades para atender puntualmente estos casos, la instalación de protocolos y cursos específicos en nuestras escuelas para alertar a nuestras mujeres desde temprana edad respecto a los riesgos que corren. Sobresale igualmente un trabajo muy deficiente en nuestro órganos de procuración de justicia que hoy están rebasados en muchos aspectos y muy particularmente en no atajar estos delitos que se suman a la trágica cifra de impunidad que roza ya prácticamente el 100% ante la incapacidad de contener, investigar, procesar y sancionar.
Los casos de Fátima, Ingrid, y otras tantas de las víctimas recientes, no son sino el fiel reflejo de un muy lamentable deterioro permanente en la calidad de seguridad y protección a la que ese sector, que representa más del 51% de la población, hoy no está representada ni debidamente protegida ni en las leyes ni en los hechos. Nuestros legisladores se han cansado de la retórica consistente en aumentar penas o dictar pronunciamientos de rechazo. Sin embargo, no se han ocupado realmente de ir por las causas que podrían dar al traste con los incentivos reales para que este lastre enorme en nuestra sociedad encontrare un resultado diferente.
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