Así, las mujeres trabajan 27 horas a la semana en quehaceres domésticos que los hombres. Si no fuera por ellas, el hombre tendría que realizar o pagar para que se realicen. El valor de este trabajo femenino se estima en 17.7 puntos del PIB, o 5 billones de pesos.
La segunda injusticia es todavía más invisible: aún cuando las mujeres logran trabajar, los estándares con los que se les evalúa son distintos. Mientras que en los hombres se valora un liderazgo arrojado, visionario y arriesgado, a la mujer se le castiga cuando tiene esas actitudes. De la mujer se espera una forma de liderazgo comunitario y maternal, una coordinación de muchos actores y el apoyo del resto del equipo. Si no lo hace así se le juzga como “mala líder”.
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El liderazgo comunitario es mejor que el individual pero toma más tiempo. Ello deja en desventaja a las mujeres pues no pueden posicionarse tan rápidamente para posiciones directivas. Así, las mujeres siempre se quedan en cargos de “servicio”, debajo de hombres que son arrojados e individualistas porque pueden serlo sin castigo social.
Esto es evidente en la arena pública Los hombres, por ejemplo, tienen mayor posibilidad de debatir en la arena política con argumentos fuertes y personalizados. Si bien son castigados por ser agresivos, el castigo siempre es mejor que para las mujeres que debaten con fuerza. Tener un debate candente para un hombre es un acto de valentía, mientras que para una mujer es síntoma de intolerancia y falta de inteligencia emocional.