Hasta antes de AMLO, estábamos acostumbrados a otra forma de gobierno y otra forma de concebir los retos del país. Desde Fox y hasta Peña Nieto, el gobierno tuvo un diagnóstico similar sobre el porqué había pobres en México. Los había porque un sector de la población no tenía capacidades para insertarse en el mercado laboral y no sabía que las necesitaba. Así, la política social se diseñó para obligar a los pobres a adquirir esas capacidades a fuerza de incentivos. Los programas sociales, llamados “de transferencia condicionada”, estaban diseñados para incentivar a los pobres a ir a la escuela y al médico a partir de darles dinero si lo hacían.
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La premisa era que una vez que se tuviera una nueva generación, educada y saludable, ésta sería más productiva, obtendría empleos y cobraría más caro por sus servicios; es decir, subirían sus salarios.
La política funcionó, pero la premisa resultó mayormente falsa. Aumentó la educación, más no los salarios. Más aún, académicos comenzaron a darse cuenta de que en México no siempre existe una relación entre calidad educativa y nivel de sueldo. Los pocos empleos buenos se los quedaron unos pocos. En dos décadas, México creó menos empleos de los necesarios para emplear a los jóvenes que se involucran en la fuerza laboral.
Desde la llegada de AMLO, el diagnóstico cambió, pero no para volverse más ambicioso sino, en varios aspectos, más realistamente derrotado.