En la palapa de al lado, recostado sobre un camastro, terminé de observar la escena, me comí un totopo y regresé al libro que estaba leyendo, The Fifth Risk (Norton, 2018), de Michael Lewis. Es un relato al mismo tiempo fascinante y aterrador sobre cómo funcionan algunas dependencias muy especializadas de la administración pública estadounidense que casi nadie conoce (“aquellas oficinas del gobierno donde las cámaras nunca apuntan son por las que más hay que preocuparnos”) y los riesgos que representan, en ese sentido, el repudio al conocimiento científico, el desprecio por la burocracia y el desdén por las reglas y los procedimientos que han caracterizado la presidencia de Donald Trump.
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Entre las historias que cuenta está la de Kevin Concannon, un funcionario ya retirado con muy larga y destacada trayectoria en los servicios de salud pública, que explica con angustiosa claridad lo complicado que es cumplir un propósito tan aparentemente básico como evitar el hambre y garantizar niveles mínimos de nutrición para los sectores más vulnerables de la sociedad. Lo difícil no es decidir que queremos hacer eso, advierte, sino hacerlo: que un país tenga los recursos y la disposición de alimentar a las personas que tienen hambre no significa que las personas que tienen hambre vayan a estar, en efecto, alimentadas. Contra lo que suelen argumentar los detractores de ese tipo de programas sociales en Estados Unidos, su principal problema “no es que personas que no deberían ser sus beneficiarias hagan trampa para serlo; es que quienes deberían ser sus beneficiarias no lo sean”. El trecho que separa el deseo del resultado implica no solo voluntad, instituciones o presupuesto. Implica, sobre todo, profesionalismo por parte de los operadores de la política: compromiso, integridad, pero también capacidad de evaluar, de aprender y hacer cambios y correcciones en consecuencia.