Quizás hace falta acuñar una expresión análoga para nombrar la discrepancia que se observa hoy en México, no entre el discurso oficial y la percepción de la población, sino entre las cifras sobre la marcha de la economía, los indicadores sobre violencia e inseguridad, las noticias sobre el sector salud o el sector educativo, y la evaluación que arrojan las encuestas sobre el desempeño del gobierno. Porque todo indica que una mayoría de los mexicanos, puesta a escoger entre creerle a los datos, la mayoría de las veces provenientes de las propias autoridades, y creer lo que dice el presidente en sus conferencias de prensa mañaneras, que a veces contradice la información oficial, prefiere creerle al segundo. Llamémosla, pues, la “brecha de credulidad”.
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Descartemos, de entrada, la boba hipótesis de que la gente prefiere creer las noticias buenas que las malas. Sabemos, de sobra, que eso no es cierto. De hecho, sabemos que hasta hace muy poco tiempo los mexicanos solían ser muy renuentes a admitir cualquier buena noticia o dato optimista cuyo origen fuera un funcionario público o una fuente gubernamental. ¿O acaso ya nadie recuerda aquel amargo eslogan del gobierno de Enrique Peña Nieto que rezaba “lo bueno no se cuenta, pero cuenta mucho”? Y descartemos, también, la desorbitada premisa de que López Obrador tiene algún tipo de relación privilegiada con la realidad que relativiza o vuelve irrelevante la información oficial, que él va “varios pasos adelante”, lleva “un mejor pulso” del país o tiene “otros datos”. Porque no, no hay nada de eso: es presidente, no rey mago.