A mediados de la década de los sesenta, durante la administración de Lyndon B. Johnson en Estados Unidos, se acuñó la expresión “brecha de credibilidad” para nombrar una creciente discrepancia entre el discurso oficial y las percepciones de la población a propósito de la Guerra de Vietnam. Por un lado, el presidente Johnson había decidido incrementar sustantivamente la presencia y las actividades estadounidenses en dicho conflicto, pero al mismo tiempo era muy escueto con la información que daba a conocer al respecto, limitándose a repetir fórmulas genéricas e insustanciales de inspiración anticomunista o humanitaria. Por el otro lado, a través de los medios de comunicación, del testimonio de veteranos o del trabajo de activistas antiguerra, el público fue enterándose de que el curso de los acontecimientos no correspondía con la historia que les contaba su gobierno y que el papel de su país en la guerra no era el que les habían hecho creer. Los estadounidenses, en consecuencia, le perdieron la confianza a Johnson, cuya por lo demás asombrosa carrera política tuvo un muy triste fin hasta el grado de que ni siquiera tuvo la fuerza suficiente para intentar reelegirse en 1968.
La brecha de credulidad
Quizás hace falta acuñar una expresión análoga para nombrar la discrepancia que se observa hoy en México, no entre el discurso oficial y la percepción de la población, sino entre las cifras sobre la marcha de la economía, los indicadores sobre violencia e inseguridad, las noticias sobre el sector salud o el sector educativo, y la evaluación que arrojan las encuestas sobre el desempeño del gobierno. Porque todo indica que una mayoría de los mexicanos, puesta a escoger entre creerle a los datos, la mayoría de las veces provenientes de las propias autoridades, y creer lo que dice el presidente en sus conferencias de prensa mañaneras, que a veces contradice la información oficial, prefiere creerle al segundo. Llamémosla, pues, la “brecha de credulidad”.
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Descartemos, de entrada, la boba hipótesis de que la gente prefiere creer las noticias buenas que las malas. Sabemos, de sobra, que eso no es cierto. De hecho, sabemos que hasta hace muy poco tiempo los mexicanos solían ser muy renuentes a admitir cualquier buena noticia o dato optimista cuyo origen fuera un funcionario público o una fuente gubernamental. ¿O acaso ya nadie recuerda aquel amargo eslogan del gobierno de Enrique Peña Nieto que rezaba “lo bueno no se cuenta, pero cuenta mucho”? Y descartemos, también, la desorbitada premisa de que López Obrador tiene algún tipo de relación privilegiada con la realidad que relativiza o vuelve irrelevante la información oficial, que él va “varios pasos adelante”, lleva “un mejor pulso” del país o tiene “otros datos”. Porque no, no hay nada de eso: es presidente, no rey mago.
Reconozcamos, en todo caso, que como líder político supo ganarse no solo la confianza de muchos mexicanos sino algo incluso más difícil y, al mismo tiempo, más valioso: representarles la posibilidad de una esperanza. Y eso, aunado al hecho de que el propio electorado decidió darle la espalda, en mayor o menor medida, a todos los demás partidos, permite quizás no explicar, pero sí al menos entender las condiciones de posibilidad de esa “brecha de credulidad”. Hay una mayoría que quiere creer en López Obrador más allá de lo atinado o extravagante de sus políticas, de que brinde o no resultados. E incluso si quisiera dejar de creer en él, no tendría bien a bien a dónde trasladarse ni con quién suplirlo.
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Pasamos de tener un gobierno en el que muy pocos creían a tener otro en el que muchos están dispuestos a creer demasiado. ¿Por cuánto tiempo? No basta con que los hechos se subleven en su contra. Mientras López Obrador siga siendo capaz de representar lo que representa y no haya otras figuras políticas capaces de constituirse como alternativas deseables a su liderazgo, él seguirá llevando mano aunque su gobierno no produzca tan buenos resultados.
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