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Duflo: la modestia científica y la política social

Es imposible no interpretar el Nobel a Esther Duflo por sus contribuciones a la economía de la pobreza como una reivindicación del conocimiento especializado, escribe Carlos Bravo Regidor.
mar 15 octubre 2019 09:37 AM
Carlos Bravo Regidor
Analista político y coordinador del programa de periodismo en el CIDE.

Esther Duflo, flamante premio Nobel de Economía, es la persona más joven (tiene 46 años) y apenas la segunda mujer (la primera fue Elinor Ostrom) en recibir esa distinción.

Antes del Nobel, que compartió con su esposo Abhijit Banarjee y con Michael Kraemer, Duflo ya había sido distinguida con el Premio Princesa de Asturias (2015), el Premio Infosys (2014), la Orden Francesa del Mérito (2013), la Medalla John Bates Clark (2010), el Premio Internacional Calvó-Armengol (2009), una beca MacArthur (2009) y varios otros galardones.

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La suya ha sido una carrera boyante, estelar. Con todo el reconocimiento, el prestigio y los honores posibles. Además, su investigación ha tenido también mucha influencia “fuera” de la academia. Encabeza uno de los mayores laboratorios de combate a la pobreza en el mundo (el Abdul Latif Jameel Poverty Action Lab en MIT, mejor conocido como J-PAL), ha realizado más de 750 experimentos y actualmente asesora a más de 20 gobiernos.

Sin embargo, a pesar de todos esos logros y homenajes, en contraste con la arrogancia que en demasiadas ocasiones se apodera de los economistas más encumbrados, de los tecnócratas que ofrecen no tanto soluciones específicas para problemas concretos sino recetas de talla única para problemas muy disímiles, o de los líderes políticos que tienen complejo de infalibilidad, una de las principales virtudes del trabajo de Duflo está en su poderosísima modestia. En aceptar que las grandes preguntas a veces sólo admiten pequeñas respuestas. En advertir que la posibilidad de generar conocimiento reside en la capacidad no de afirmar certezas sino de formular dudas.

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Duflo se ha acercado al tema del combate a la pobreza convencida de que el insumo fundamental de la política social no pueden ser las convicciones de los gobernantes sino el comportamiento de los gobernados. Las mejores intenciones o la autoridad moral de los políticos son irrelevantes o, mejor dicho, no son lo que importa cuando de lo que se trata es de diseñar políticas públicas que hagan diferencia, que tengan un efecto positivo, sobre el bienestar de las personas y sus perspectivas en el largo plazo. Las investigaciones de Duflo, en ese sentido, se alejan de cualquier ortodoxia ideológica para decantarse por una vocación decididamente pragmática: la de los métodos experimentales y la política basada en evidencia.

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Duflo ha tratado de entender a los pobres en sus propios términos. No en función de una gran teoría general de la pobreza sino de un disciplinado acopio de minuciosas observaciones empíricas. Como advierte en una entrevista concedida poco después de la noticia del Nobel, hay que desconfiar de las ideas preconcebidas y dedicar tiempo a entender a los pobres, a preguntarse por qué hacen lo que hacen, cuál es la lógica causal que explica su pobreza. Porque una política social exitosa no es, no puede ser, una cruzada moral, un proyecto que consista en hacer cosas “buenas” o que sean “justas” con independencia de la efectividad de sus resultados. Es, más bien, una inversión de recursos escasos con un fin determinado, un esfuerzo social que busca provocar un impacto tangible y duradero, crear una mejora en la vida de sus beneficiarios que sea susceptible de ser medida y evaluada para saber que es cierta.

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En el contexto de la nueva ola de gobiernos populistas, que ya sean de izquierda o de derecha comparten una muy similar animadversión contra el discurso científico y la autoridad de los expertos, es imposible no interpretar el Nobel a Duflo por sus contribuciones a la economía de la pobreza como una reivindicación del conocimiento especializado al servicio de una causa popular. No es un premio a la pedantería tecnocrática, a ese gobierno de los técnicos que desoyen la voz de las personas comunes y corrientes por considerarlas ignorantes o irracionales. Es, por el contrario, un premio a la modestia científica, al afán de aplicar métodos rigurosos para aprender de las personas comunes y corrientes e implementar políticas sociales que redunden, real y no solo retóricamente, en su bienestar.

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Nota del editor: Las opiniones de este artículo son responsabilidad única del autor.

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