En el auditorio hay quienes de inmediato comprendieron y acataron lo que semejantes pontificaciones exigen: hacer como si la voz del director constituyera la sinfonía misma, como si la “cuarta transformación” fuera, sobre todo, esa impetuosa e interminable prédica sobre la “cuarta transformación”. Y la aplauden frenéticamente, se desviven por aplaudir, por reforzar el sermón aplaudiéndolo, incluso por competir en quién aplaude más duro. Pero sus aplausos sirven no solo para celebrar la obra –más retórica que material, pero a fin de cuentas obra–, para ayudarla o para identificarse dentro del público que se dedica a aplaudirla; sirven, además, para acallar los demás sonidos que no sean la voz del director que llegan a coincidir con ella. Es decir, se aplaude no solo para ovacionar, sino también para que enmudezca cualquier cosa que contradiga al aplauso. Esa aclamación permanente termina formando parte de la propia puesta en escena; es, de hecho, uno de sus rasgos más asombrosos.
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Cuando esos entusiastas ya no pueden seguir aplaudiendo, sea por estar agotados o porque hay cosas que ni ellos se atreven a aplaudir, optan entonces por descansar sus manos tapándose las orejas, señalando a quienes no han aplaudido o gesticulando contra quienes se han atrevido a abuchear. El espectáculo se desborda entonces del escenario a las butacas e invade la arquitectura entera del edificio. Una arquitectura cuya acústica favorece estructuralmente a la voz del director, pero de la que el director y sus devotos no dejan de quejarse. Quieren acabar con ella, demolerla por tecnocrática, conservadora y neoliberal. No le reconocen ninguna virtud, ni siquiera la de haberles permitido subir al escenario en paz y de acuerdo con la voluntad mayoritaria de los asistentes. ¿Qué quieren construir en su lugar? No sabemos, carecen de planos y planes, pero les sobran bolas de derribo y ganas de usarlas.
La buena noticia es que solo faltan cinco años para que acabe el concierto.
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