El director actúa como si la orquesta lo obedeciera a la perfección, como si el recital sonara con nitidez por todo el recinto. Pero nadie sabe decir, ni siquiera sus admiradores, en qué consiste exactamente la melodía. Lo ú]nico que se alcanza a distinguir con claridad son instrumentos desafinados, ritmos disparejos, notas disonantes. El primer violín está ocupado tratando de sobornar al inspector gringo de la sala, el piano hacendario trata de interpretar a Beethoven mientras las trompetas de la política social tocan mariachi, los tambores de seguridad han usurpado el lugar de Olga, la clarinetista. Sin embargo, por encima de cualquier otro sonido está la voz del director. Sí, la ubicua y monomaniaca voz del director, quien más que ejecutar su papel va narrando, sobre la marcha, la trama. E insiste, incansable, en que la sinfonía suena muy bien, alto y fuerte.
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Y es que estamos ante un director de orquesta cuyo recurso fundamental es su voz. En contraste con el director previo, que de todos modos nunca hubiera tenido nada que decir, el actual no deja de hablar nunca. Aunque contravenga su papel, no importa. Y no es nada más que hable y mucho; es, además, cómo habla: dotando a sus palabras de plena soberanía, como si sus dichos –por más improvisados, frívolos o infundados que sean– adquirieran la cualidad de hechos en el acto de enunciarlos; como si no necesitaran evidencia para sostenerse porque al pronunciarlos él se convierten en verdades evidentes.