La reunión anual del G7 que tuvo lugar en las montañas Rocallosas de Alberta, Canadá, a inicios de esta semana, terminó como empezó: en medio de desacuerdos diplomáticos entre los Estados Unidos y sus aliados con respecto a la guerra en Ucrania y el Medio Oriente. Y tal como ya había sucedido con Donald Trump durante la reunión del G7 en 2018 (a la que, por cierto, llegó tarde), su actitud contestataria, dinamitó, una vez más la agenda de trabajo y la posibilidad de establecer un consenso firme al interior del grupo.
#ColumnaInvitada | El G7 y la gobernanza informal en las Rocallosas canadienses

En esta ocasión, el presidente de los Estados Unidos se retiró antes, argumentando que necesitaba atender la grave escalada del conflicto militar entre Israel e Irán y estudiar sus opciones para obligar al régimen de los Ayatolás a aceptar el acuerdo propuesto por Estados Unidos, que les exige abandonar por completo su programa nuclear. Su partida anticipada, sin embargo, dejó ver que no tenía intención de atender el conflicto abierto desde 2022 entre Rusia y Ucrania pues, no solo canceló la reunión “cara a cara” con el presidente Volodimir Zelenski -invitado especial de la reunión-, sino que se negó también a firmar un comunicado conjunto para presionar a Rusia a negociar con seriedad un acuerdo de paz.
Esta decisión, además, dejó ver que, aún en contextos de tensión y crisis, Trump prefiere actuar solo y no está dispuesto a plegarse a ningún mecanismo de acción conjunta (formal o informal). Teniendo reunidos a los más altos dignatarios de las economías industrializadas del G7 y, a otro conjunto importante de países invitados a la reunión como, Arabia Saudita, Australia, Brasil, India, Corea del Sur y México, con quienes pudo haber impulsado algún tipo de mediación para des escalar el conflicto en Medio Oriente, decidió marcharse, no sin antes, endosar una declaración a favor del derecho de Israel a defenderse y responsabilizando a Irán por la inestabilidad y violencia política de la región.
A estas alturas, ya todos sabemos que Donald Trump desconfía de las organizaciones internacionales intergubernamentales a las que considera ineficientes, burocráticas y costosas. Pero, el G7 no es un mecanismo de gobernanza formal.
A diferencia de una organización internacional formal, a la que como decía Henry Kissinger, tiene al menos un teléfono al que podemos llamar, el G7 no cuenta con carta constitutiva, no tiene una sede permanente, carece de Secretariado y no produce normativas ni legislación internacional. Se trata de un grupo pequeño de naciones industrializadas, que, en teoría, comparten objetivos y valores liberales; se reúnen para acercar sus posturas y sugerir políticas que después, cada cual, se encarga de poner en marcha, sin supervisión o seguimiento externo.
El G7 se diseñó como un espacio único para acercar posturas y tomar decisiones al más alto nivel, sin pasar por entresijos burocráticos. Y por más de 50 años, desde 1975, han mantenido reuniones anuales y públicas. No es un foro secreto, ni discreto, en el sentido de que sus reuniones son ampliamente atendidas y celebradas por los medios de comunicación globales. Los temas que abordan van cambiando a propuesta del país anfitrión y, a lo largo de estos años, se han puesto sobre la mesa, temas como la estabilidad financiera, el cambio climático, la inseguridad alimentaria, la arquitectura energética, la paz y la seguridad, los conflictos armados, la protección a las comunidades, la inteligencia artificial, los incendios forestales, etc.
Y si bien es cierto que el G7 ha perdido peso económico a nivel internacional, no por ello ha dejado de ser relevante. En la década de los 80’s, estas siete economías eran responsables del 80% del PIB mundial, su producto per cápita era alto y su PIB nacional superaba el billón de dólares. Hoy representan menos de la mitad mundial, han perdido peso demográfico y enfrentan la fuerte competencia económica de China, pero se mantienen como asociación a favor del liberalismo económico y ofrecen una opción sólida de diplomacia informal.
La gobernanza informal se venía posicionando como una opción interesante ante la crisis del multilateralismo y la parálisis que se les ha impuesto a distintos organismos internacionales intergubernamentales formales, pues no depende de que los Estados deleguen poder, autoridad o recursos. En mecanismos informales, los Estados acuerdan y ejecutan con sus propios aparatos administrativos y de gobierno. Pero, para que estos espacios funcionen, se requiere que los valores más básicos se compartan: un compromiso por el diálogo, un convencimiento de que el mundo y el orden internacional es altamente interdependiente y que la decisiones deben estar respaldadas por amplios consensos.
Como tristemente acabamos de atestiguar, el gobierno de los Estados Unidos no parecer estar muy interesado en aceptar esos supuestos o valores básicos y rechaza el accionar mediante mecanismos de gobernanza colectiva, incluyendo mecanismos informales que son, incluso, menos costos. ¿Qué consecuencias tendrá para el orden internacional y la estabilidad económica y política del orbe esta decisión de uso unilateral (y soberbio) del poder de Estados Unidos? (potencia, además, que está perdiendo peso relativo a pasos acelerados). ¿Será el inicio de una nueva era de políticas nacionales todavía más desarticuladas estilo de “sálvense quien pueda”?
En un mundo tan interconectado e interdependiente, podemos apostar a que ello dará lugar a muchos desastres y despropósitos.
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Nota del editor: Laura Zamudio González es profesora e investigadora del Departamento de Estudios Internacionales (DEI) de la Universidad Iberoamericana (UIA), actualmente es titular de la Dirección de Formación y Gestión de lo Académico en la UIA. Escríbele a laura.zamudio@ibero.mx Las opiniones publicadas en esta columna corresponden exclusivamente a la autora.
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