Tras dos meses de que se iniciara una verdadera “narcoguerra” en Sinaloa, su intensidad no ha disminuido. Siguen las declaraciones desafortunadas del gobernador Rubén Rocha Moya, como la más reciente: “acuérdense que los sinaloenses tenemos, lamentablemente, estos ciclos, que a veces son recurrentes, por no decirlos cíclicos, que ocurren cuando se confrontan los grupos”.
Rocha enfrenta el peor momento de su mandato, tan es así que se ha llegado a hablar de su destitución ante su notoria incapacidad para atenuar la situación de violencia que se vive en su estado. Una crisis que no pudo mitigar antes de la presentación de su tercer informe de gobierno.
En el documento que envió al Congreso local, a través de su secretario general de Gobierno, Feliciano Castro Melendrez, puede leerse: “en septiembre y octubre del presente año, en algunos municipios del estado se registraron hechos violentos; esto lleva al Gobierno Estatal a seguir trabajando y orientando esfuerzos para recomponer el tejido social, erradicar la cultura que privilegia el empleo de armas, la violencia y la delincuencia” (p. 387).
La aceptación del problema está ahí, no podía ser de otra manera. Lo preocupante es que se presentan como triunfos hechos que no demuestran más que la normalización de las condiciones de violencia en que viven los sinaloenses y buena parte de los mexicanos: “De acuerdo con el Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y la Justicia Penal, A. C., en su publicación en febrero de 2024, Ranking 2023 de las 50 ciudades más violentas del mundo, la ciudad de Culiacán está fuera del listado”, se puede leer en la página 384 del referido informe del gobernador.
El infortunio para la presidenta Sheinbaum es que esta situación de falta de contención de la violencia ocurre en otros estados. En Guanajuato y Querétaro la inquietud pudiera ser menor, en tanto que están gobernados por la oposición, pero la intranquilidad está muy presente cuando en Chiapas y Guerrero, por citar tan sólo dos casos de gobiernos morenistas, los altos niveles de inseguridad son ya parte de la vida cotidiana.
El triunfo de Donald Trump en las elecciones presidenciales de Estados Unidos, por otro lado, también constituirá un elemento de desgaste para Sheinbaum. No es que con Kamala Harris las presiones hubieran sido menores, pero el particular estilo de comunicar y gobernar del próximo presidente implicará, sin duda, un mayor derroche de energía.
Las amenazas de imponer aranceles de 25% a las importaciones de productos desde México si el gobierno federal no detiene la “avalancha de criminales y drogas” que llega a Estados Unidos, las deportaciones masivas y las advertencias de que bombardeará blancos de los cárteles de la droga mexicanos (sic) son quizá promesas de campaña que no se cumplirán del todo, pero que sí le quitarán el sueño más de una vez no sólo a la presidenta, sino a dos de los perfiles más experimentados del gabinete, Juan Ramón de la Fuente y Marcelo Ebrard.
Por si fuera poco, la vorágine de reformas que se han estado aprobando desde que Sheinbaum tomó el cargo están generando una anomia, una especie de ausencia de ley: una ingobernabilidad normativa e institucional. Al grado en que es imposible para la ciudadanía dar un seguimiento puntual a los cambios legislativos y mucho menos que sea capaz de determinar los efectos, alcances y repercusiones de esas aprobaciones hechas por el Congreso.
La reforma judicial está en un atolladero, en una tensión propiciada por el amplio presupuesto que exige el INE para desarrollar la elección que de ella deriva y por la solicitud para posponer el ejercicio comicial.