Pero la suscripción del TLCAN no fue algo en que todos estuvieran de acuerdo. De hecho, en los tres países hubo fuerzas conservadoras que se opusieron a su puesta en marcha: de sindicatos a políticos; de académicos de izquierda a algunos empresarios que se sentían en riesgo.
Si la negociación oficial fue ardua, el debate en los medios para convencer a la ciudadanía fue aún más complejo. De lo que se trataba era de producir una especie de revolución copernicana en la opinión pública de los tres países, en favor de una nueva idea de la soberanía.
Sin duda ayudó el contexto internacional a que hubiera un cambio de percepción. En ese momento, diferentes regiones del mundo estaban en un proceso de creación de espacios de libre comercio. Dos años antes, en 1992, la Comunidad Económica Europea había suscrito el Tratado de Maastricht que profundizaría la integración de un espacio de libre circulación de seres humanos, capitales, mercancías e inversiones. Lo mismo sucedía en el orbe asiático, aunque de una manera menos radical respecto a Europa.
Era claro para muchos que niveles altos de competitividad no podían ser alcanzados por una nación-estado en solitario, sino sólo por regiones con mercado común y economías complementarias.
Ahora bien, existe la pregunta de qué tan significativo para el bienestar de sus poblaciones fue el TLCAN. En Estados Unidos, la elección de Donald Trump se puede comprender como la decisión de los estadounidenses para darle una pausa a la integración norteamericana. Así debe entenderse la renegociación del TLCAN que llevó al nuevo T-MEC.
Para México el beneficio no sólo fue económico, sino también cultural. En lo que se refiere a lo primero, aunque es cierto que los niveles de crecimiento de nuestro país no fueron espectaculares, sí es cierto que sin el tratado probablemente estos habrían sido aún menores. En realidad, es más posible que los niveles mediocres de desarrollo económico de nuestro país se hayan debido más a la gestión interna que a las consecuencias del tratado.