Partamos desde una realidad: nadie migra por gusto, nadie arriesga su vida por placer. Guatemala, Honduras y El Salvador atraviesan graves problemas como la inseguridad, la pobreza y el hambre. Desde hace dos décadas sufren también una grave sequía por lo que se conoce como el Corredor Seco que comprende un tramo de 1,600 kilómetros de largo y entre 100 y 400 kilómetros de ancho, y afecta a cerca de 10 millones de personas según cifras de Oxfam.
El marco legal mexicano no criminaliza la migración indocumentada, sin embargo, las estaciones migratorias funcionan prácticamente como cárceles deteniendo a las personas, restringiendo muchos de sus derechos e incluso se les somete a condiciones de hacinamiento peligrosas, especialmente durante esta pandemia.
Mientras el Estado cierra los ojos frente a la crisis humanitaria y aborda este problema como un reto de seguridad enviando a militares a perseguir a los migrantes, los verdaderos criminales que son los narcos y sus sicarios, los tratantes y traficantes de personas, y los funcionarios públicos corruptos permanecen impunes. Mientras México se convierte en un cementerio para migrantes, los criminales hacen negocio, pero los más pobres sufren y pagan con su propia vida el abandono que han sufrido en sus comunidades de origen. Hace unos años lo veíamos en la tragedia de San Fernando, ahora es Chiapas, y en medio hubo miles y miles de muertos, la mayoría en una muerte que permanece anónima en el olvido de la justicia.
Lo sucedido en Chiapas nos debe estremecer e indignar. Uno de cada tres mexicanos tenemos familiares que viven en el extranjero, algunos con documentos y otros sin ellos. ¿Qué sentiríamos si les pasara algo así?