El asunto, de entrada, es que una medida desesperada no necesariamente es una medida eficaz; de hecho, con frecuencia suele ser lo contrario. Porque la desesperación es más cercana al impulso que al rigor, es una defensa urgente frente a una situación límite, es una exigencia de reacción inmediata que no empata con el cálculo racional de costos y beneficios, con la ponderación metódica de la evidencia disponible ni con la planeación estratégica a mediano y largo plazo. La desesperación está menos orientada a producir resultados concretos que a satisfacer cierta necesidad de mostrar determinación; lo que produce, en pocas palabras, se parece más a un acto reflejo que a una acción inteligente: responde al estímulo pero no resuelve el problema.
Echar mano de las fuerzas armadas en un país como México tiene, asimismo, el inconveniente añadido de que nunca han sido una institución democrática ni democratizadora. De hecho, ninguna democracia puede considerarse consolidada mientras el Ejército tenga una base de poder político propia y no esté bajo el mando efectivo (no solo nominal) de autoridades civiles. Cuando la seguridad o la obra pública se vuelven un feudo de militares, el control civil sobre ambas esferas se debilita y pone a los militares en una posición muy susceptible de politizar su labor. Peor aún, usar a las fuerzas armadas con la declarada intención de hacer irreversibles decisiones de política pública, como garantía de que futuros gobiernos no podrán modificarlas, es una apuesta por sustraer de la disputa y el escrutinio democráticos dichas decisiones y por crear condiciones propicias para un conflicto entre las autoridades civiles y militares.
Del mismo modo que predicar honestidad no es una política anti-corrupción, ni multiplicar los cajeros automáticos suple la política social, el Ejército no es un sustituto de la política de seguridad o de infraestructura. Encargárselas como lo ha hecho este gobierno significa crear ámbitos de excepción, de irregularidad institucionalizada, que implican una renuncia a la posibilidad de crear reglas y procesos que permitan desarrollar esas políticas bajo un esquema de normalidad más o menos funcional. Es una capitulación, en consecuencia, cuyo efecto no es corregir las fallas o los déficits gubernamentales de los que se desprende la supuesta necesidad de recurrir al Ejército en primera instancia, sino dejarlos desatendidos como si fueran patologías incurables.