La competencia no puede sobrevivir sin un mínimo de civilidad, es decir, sin umbrales efectivos que establezcan las fronteras de lo socialmente aceptable. No se trata solo de que haya mecanismos, formales e informales, que sancionen las conductas prohibidas. Se trata también de que los individuos ejerzan la facultad de controlarse a sí mismos, de renunciar a sus impulsos más agresivos, para no incurrir en actos reprobables. Sin capacidad de contención, tanto externa como interna, no hay manera de hacer valer las reglas ni los valores que separan a la competencia de la guerra.
Piénsese, por ejemplo, en todo lo que se necesita en esos términos –de regulación del comportamiento– para que se lleve a cabo exitosamente un encuentro deportivo. Un partido de futbol, digamos. Los jugadores no solo deben ceñirse al reglamento, deben admitir además la autoridad del árbitro y obedecer sus decisiones, aunque no estén de acuerdo con ellas. Si un equipo convoca al público que lo apoya a presionar al árbitro (incluso al grado de amenazarlo en su integridad física) para que no expulse a uno de sus jugadores por haber cometido una falta grave, el partido está en riesgo.