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Incivilidad

En la competencia democrática, por lo general, los jugadores que parten de una posición tan cómoda como la de Salgado Macedonio carecen de incentivos para antagonizar al árbitro.
mié 14 abril 2021 11:59 PM
Félix Salgado Macedonio
Félix Salgado Macedonio antes de recibir el fallo de ratificación de acnión a su candidatura.

La competencia no puede sobrevivir sin un mínimo de civilidad, es decir, sin umbrales efectivos que establezcan las fronteras de lo socialmente aceptable. No se trata solo de que haya mecanismos, formales e informales, que sancionen las conductas prohibidas. Se trata también de que los individuos ejerzan la facultad de controlarse a sí mismos, de renunciar a sus impulsos más agresivos, para no incurrir en actos reprobables. Sin capacidad de contención, tanto externa como interna, no hay manera de hacer valer las reglas ni los valores que separan a la competencia de la guerra.

Piénsese, por ejemplo, en todo lo que se necesita en esos términos –de regulación del comportamiento– para que se lleve a cabo exitosamente un encuentro deportivo. Un partido de futbol, digamos. Los jugadores no solo deben ceñirse al reglamento, deben admitir además la autoridad del árbitro y obedecer sus decisiones, aunque no estén de acuerdo con ellas. Si un equipo convoca al público que lo apoya a presionar al árbitro (incluso al grado de amenazarlo en su integridad física) para que no expulse a uno de sus jugadores por haber cometido una falta grave, el partido está en riesgo.

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La competencia democrática funciona, en cierto sentido, como un deporte político. La civilidad equivale a algo muy parecido al espíritu deportivo. A admitir que hay límites, a no querer ganar a cualquier precio, a honrar las normas y a los adversarios. De hecho, la Real Academia Española de la Lengua define deportividad como “proceder ajustado a normas de corrección y respeto propias del deporte; actitud de quien acepta de buen grado una situación adversa”. Exactamente lo contrario de lo que está ocurriendo con Félix Salgado Macedonio.

¿Por qué un candidato suele adoptar la estrategia de volcarse contra la autoridad electoral? Hay tres posibilidades. Una, porque estima que sus decisiones son injustas; dos, porque es una forma de salvar cara en la derrota (i.e., “no perdí, me robaron”); y tres, porque considera que esa autoridad le estorba para conseguir sus fines. Cada posibilidad tiene su propia lógica, aunque no sean mutuamente excluyentes: la de la víctima rebelde, la del mal perdedor y la del cínico abusivo.

Salgado Macedonio no es lo primero, la decisión del INE de retirarle la candidatura está perfectamente fundada. Tampoco es lo segundo, su aventajada posición en todas las encuestas lo ubica como claro favorito. Es lo tercero, sin duda. O sea, un jugador que se comporta abiertamente como si pudiera brincarse las reglas y desafiar al arbitro, instancias a las que concibe no tanto como necesarias para darle certeza a la competencia sino como obstáculos de los que preferiría prescindir para obtener lo que desea. ¿Qué desea? Imponerse con absoluta impunidad.

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En la competencia democrática, por lo general, los jugadores que parten de una posición tan cómoda como la de Salgado carecen de incentivos para antagonizar al árbitro. Su interés, en todo caso, es que el árbitro haga su labor discreta y eficazmente. Para que su probable triunfo no sea susceptible de ser puesto en duda. Para poder preciarse de haber ganado bien y de buenas, con todas las de la ley.

Ocurre, sin embargo, que la candidatura de Salgado no se inscribe dentro del marco de la competencia democrática. Al contrario, lo que hace es atentar sistemáticamente contra ella. Tratar de doblegarla. Violentarla.

Y lo hace, además, con el apoyo del presidente López Obrador, del dirigente de Morena (Mario Delgado) y de sus huestes. No está solo, pues. Su incivilidad no es un caso aislado ni un error. Es un síntoma.

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Nota del editor:

Las opiniones de este artículo son responsabilidad única del autor.

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