Cuando el enfermero abrió el ataúd y me pidió reconocerla, mentí que sí, que sí era ella –sabiendo, sin embargo, que del carácter fuerte y la energía de mi abuela, en esa caja, no quedaba nada. La muerte rompe el hábito diario de ser uno mismo, y deja un residuo extraño.
En 2020, un virus nos tiró sobre la mesa la verdad cruel de lo irreparable. La gente se muere. Los negocios quiebran. Los grandes personajes desaparecen y, en cuarentena, hasta el amor más profundo termina en divorcio.
Quizás nos habíamos acostumbrado demasiado a la comodidad del “re”: la renovación, la remodelación, el reciclaje, la recuperación, el renacimiento espiritual, el relanzamiento. Pero ciertas cosas no tienen replay. Mi abuela no “vive en mi recuerdo”. Falleció, y no la volveré a ver.