Se cumplen, este 1 de diciembre, dos años de la llegada de López Obrador a la Presidencia y cabe preguntarse si ese vehículo que usó para alcanzar el poder le sigue siendo útil también para ejercerlo. Él no parece cómodo, no se trata del modelo de partido que él quisiera. Quizá de ahí la lontananza, quizá de ahí el enojo. No se está entre la sana distancia de Ernesto Zedillo y la sana cercanía de Enrique Peña Nieto, sino en la ambigüedad del presidente-militante con licencia.
López Obrador se refiere a Morena como “mi partido”, pero de inmediato ataja: “aunque yo tenga licencia porque soy presidente”. Ya después reclama el “desbarajuste”, la incapacidad de su organización política para ponerse de acuerdo para elegir a su dirigencia nacional, finalmente en manos de Mario Delgado. “Mucho pueblo para tan poco dirigente”, suelta en una de tantas “mañaneras”. Es el líder que desborda al partido, el cual luce insuficiente para enarbolarlo: un partido que se siente huérfano en la soledad de la boleta sin el nombre de su fundador.
Si el liderazgo de López Obrador es el resultado de una paciente edificación por décadas, Morena es la generación apresurada de acuerdos y negociaciones. Por eso están de más las peticiones que desde la academia exigen institucionalización y democracia interna. Morena no está diseñado para contener, sino para arrastrar. Morena no está diseñado para gobernar, sino para ganar una elección, la cual, por cierto, ya ganó.
Morena fue el cogollo de un movimiento que se propuso llevar a López Obrador a la Presidencia, ahí estaba su fuerza, en esa convicción. Y como se sabe, todos los movimientos que cumplen sus demandas u objetivos se debilitan o, incluso, desaparecen. Hay que buscar algún otro elemento cohesionador que permita disminuir las disputas internas. El mero pragmatismo político no parece ser suficiente.