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#ColumnaInvitada | 2 años de Morena y AMLO en la Presidencia

Cabe preguntarse si Morena, ese vehículo que usó López Obrador para alcanzar el poder, le sigue siendo útil para ejercerlo.
mar 01 diciembre 2020 06:20 AM
AMLO como dirigente de Morena.jpg
López Obrador al frente de Morena en un evento en 2017.

Morena representa la exitosa articulación entre un partido de reciente creación y un liderazgo añejo. El partido obtiene su derecho a participar apenas en julio de 2014 y de manera súbita tiene resultados espectaculares en su primera elección presidencial: más de 25 millones de votos (44% del total).

Pero quien construye el partido no es un outsider, no es alguien ajeno a la vida política. Morena no es el modelo de La República en Marcha fundado por Emmanuel Macron, en Francia, ni Andrés Manuel López Obrador dejó su oficina en alguna lujosa torre para desentenderse de asuntos privados y atender ahora los públicos como lo hizo Donald Trump, en Estados Unidos. En el caso mexicano hay vino viejo en odre nuevo, y no al revés.

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Se cumplen, este 1 de diciembre, dos años de la llegada de López Obrador a la Presidencia y cabe preguntarse si ese vehículo que usó para alcanzar el poder le sigue siendo útil también para ejercerlo. Él no parece cómodo, no se trata del modelo de partido que él quisiera. Quizá de ahí la lontananza, quizá de ahí el enojo. No se está entre la sana distancia de Ernesto Zedillo y la sana cercanía de Enrique Peña Nieto, sino en la ambigüedad del presidente-militante con licencia.

López Obrador se refiere a Morena como “mi partido”, pero de inmediato ataja: “aunque yo tenga licencia porque soy presidente”. Ya después reclama el “desbarajuste”, la incapacidad de su organización política para ponerse de acuerdo para elegir a su dirigencia nacional, finalmente en manos de Mario Delgado. “Mucho pueblo para tan poco dirigente”, suelta en una de tantas “mañaneras”. Es el líder que desborda al partido, el cual luce insuficiente para enarbolarlo: un partido que se siente huérfano en la soledad de la boleta sin el nombre de su fundador.

Si el liderazgo de López Obrador es el resultado de una paciente edificación por décadas, Morena es la generación apresurada de acuerdos y negociaciones. Por eso están de más las peticiones que desde la academia exigen institucionalización y democracia interna. Morena no está diseñado para contener, sino para arrastrar. Morena no está diseñado para gobernar, sino para ganar una elección, la cual, por cierto, ya ganó.

Morena fue el cogollo de un movimiento que se propuso llevar a López Obrador a la Presidencia, ahí estaba su fuerza, en esa convicción. Y como se sabe, todos los movimientos que cumplen sus demandas u objetivos se debilitan o, incluso, desaparecen. Hay que buscar algún otro elemento cohesionador que permita disminuir las disputas internas. El mero pragmatismo político no parece ser suficiente.

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Los orígenes de Morena están en el PRI. Morena es la escisión de la escisión. Se trata de un partido que emerge heredando el arrastre de diversos grupos sobre el río del cambio democrático en México, grupos que hicieron una primera parada en el PRD y después fueron filtrados para terminar con la fundación de Morena. Por eso parece más cercano al PRI que al PAN. Por eso también se nutre sobre todo de experredistas y de expriistas. Morena es un partido emergente, pero no moderno.

Como partido nuevo, Morena está falto de estructuras propias que le permitan competir en diversos territorios más allá del centro y sur del país (justo donde el PRD llegó a tener sus mejores resultados), de ahí las negociaciones y la necesidad de inclusiones. La fuerza del partido no se encuentra en su institucionalización, ni siquiera en su vida interna, sino en su capacidad de arrastre: su reciedumbre está en la integración de liderazgos otrora marginados, excluidos por las élites en su momento triunfantes a nivel subnacional, y que hoy a través de una marca reconocida y exitosa como es la de Morena buscan alcanzar el poder.

Los ejemplos están en el sur y también en el norte. Layda Sansores es la hija del exgobernador priista de Campeche Carlos Sansores. Fue militante del PRI, al que renunció para, después de un largo peregrinar que la llevó hasta gobernar la alcaldía de Álvaro Obregón en la Ciudad de México, estar hoy en posibilidades de obtener la gubernatura de su estado natal.

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Clara Luz Flores, por su parte, renunció apenas en febrero al PRI. Ha sido tres veces alcaldesa de General Escobedo, Nuevo León, donde su esposo, Abel Guerra, también gobernó en dos ocasiones ese municipio bajo las siglas del PRI. Probablemente, a estas horas, Flores ya sea la candidata de Morena que busque sustituir a el “Bronco” en la gubernatura. Es un partido de ablación, de arrastre, ésa es su naturaleza.

El desafío está claro para Morena, obtener los triunfos necesarios para mantener las condiciones de mayoría que le permitan a López Obrador seguir aspirando a lograr lo que se ha propuesto como empeño: una Cuarta Transformación. El reto no es menor, las elecciones de 2021 serán las más grandes en la historia del país y se desarrollarán, todavía, en medio de una pandemia mundial. Veremos si el presidente requerirá de odres nuevos para gobernar.

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Nota del editor: el autor es politólogo. Doctor en Procesos Políticos. Profesor e investigador en la UCEMICH. Especialista en partidos políticos, elecciones y política gubernamental.

Las opiniones de este artículo son responsabilidad única del autor.

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