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#ColumnaInvitada | Audio y videoescándalos: una trampa autoimpuesta

Para un México moderno se debe iniciar un análisis de los sistemas de financiamiento electoral comparados.
jue 03 septiembre 2020 11:00 AM
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El financiamiento a los partidos políticos debe ser reformado.

Nos encontramos en la antesala de un proceso electoral, y los recientes videos y audios dados a conocer sobre distintos actos altamente cuestionables respecto del financiamiento de campañas, están siendo utilizados para profundizar la -ya de por sí preocupante- polarización política del país.

La ley electoral debe replantearse en términos reales y no sólo de ideales, el cómo regular el gasto en las campañas; esto, sobre una base de certeza en el costo de las mismas, pues son tan dispares las cifras autorizadas en contraste con las realmente ejercidas por los partidos competitivos, que inercialmente impulsan a candidatos y partidos a entrar en una ficción jurídica sobre el gasto supuesto vs. el gasto real; por tanto, rebasar los límites establecidos, no es el único problema, sino que, cruzada la frontera de la ilegalidad, ésta se amplía hasta condiciones peligrosas como lo es el financiamiento de parte de grupos del crimen organizado.

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El problema de fondo tiene que ver con un asunto mucho más complicado, cuyos antecedentes, intereses y hábitos que lo volvieron costumbre, no hemos podido resolver como nación: nuestra ley electoral, como muchas otras, en aras de una “corrección política” y una descripción idealizada del ejercicio de partidos, ciudadanos y candidatos, establece una serie de reglas en materia de financiamiento que no son, ni remotamente, similares a las de las democracias occidentales, y menos aún son correspondientes con la realidad.

Durante los 80 y 90s, el constante acotamiento al poder presidencial, creó una serie de aparatos que sirvieron más para reducir presiones circunstanciales y generar burocracia, que para democratizar a México. Del mismo modo, cuando la ley es permanentemente conculcada y la autoridad reguladora es constantemente tolerante y omisa ante flagrantes violaciones, se genera una situación de riesgo a la gobernanza pues, si el ordenamiento exige lo que el gobernado incumple, sin consecuencias, pronto se pierde la legitimidad coactiva, potestad de las instituciones.

El sistema de partidos debiera entenderse o aceptarse no sólo en el ámbito de ideología política, sino también como la representación democrática de grupos, intereses, gremios, regiones y hasta de ideas y, por tanto, permitir la libre participación de todos aquellos que, en ejercicio de su derecho de elegibilidad, decidan competir de manera individual u organizada, siendo la decisión ciudadana, la que consolide o deseche -incluso financieramente- la aspiración de sus pares.

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Hoy día, la norma mexicana, con el llevado y traído “financiamiento público a los partidos”, eleva los estándares para alcanzar el registro rumbo a cualquier aspiración electiva, y el INE se convirtió poco a poco, en un omnipotente filtro con obsoletos –o cuando menos, disociados de la realidad– criterios cuantitativos en financiamiento, firmas o votos, de los ciudadanos que pueden o no, ser elegibles.

Así pues, en un modelo democrático moderno, podría existir el INE, pero esos filtros no, pues el derecho a la elegibilidad –constitucionalmente universal–, permitiría la libre y simple aspiración.

Es en consecuencia, lo recomendable sería, quitar el financiamiento público a los partidos y permitir la libre aportación de dinero bancario –de procedencia legal, con posibilidad real de rastreo y con supervisión fiscal–, a los candidatos y partidos. Esto propiciaría, como en el libre mercado, la regulación de una oferta política contra la demanda de perfiles o colores.

Los recientes escándalos son sólo la punta del iceberg de una generalizada práctica de apoyos por debajo de la mesa a candidatos y partidos; son también la demostración fáctica de que la ley es un referente que sólo sirve, como en los estados borbónicos, para amenazar, pues la omisión de autoridad es inherente al deseo de tener siempre la potestad de súbditos delincuentes.

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Si la ley se reformara, la normalidad democrática haría de estas prácticas –hoy ilegales–, una simple manifestación de apoyo a los candidatos y a los partidos.

Lo que digo puede sonar –para aduladores del régimen electoral– como pecado, pero de lesa política es que sea la propia ley y las instituciones las que lleven a los ciudadanos a delinquir, y con ello, a ser actores o espectadores de morbosas escenas de incorrección política. Audios y videos corresponden a una realidad innegable, pero al mismo tiempo, son montadas por unos y otros para el interés y deleite de una sociedad que, polarizada como está, se regodea con el marcador del partido, sin pensar en lo que la ha llevado a presenciar tal espectáculo.

Abro el debate y lo dejo a la profunda reflexión de quienes quieran un México moderno, podemos iniciar invitando al análisis de los sistemas de financiamiento electoral comparados que, en muy raras ocasiones, criminalizan las aportaciones. De ahí, poco a poco, deberíamos dejar, en lo local y lo federal, de ser espectadores de grotescas escenas y construyamos leyes acordes a la realidad.

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Nota del editor: La autora es diputada local en la CDMX.

Las opiniones de este artículo son responsabilidad única de la autora.

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