Calderón y López Obrador: enemigos que se parecen demasiado

Si Felipe Calderón no existiera, el lopezobradorismo tendría que crearlo: es un enemigo muy útil para denunciar el pasado y disimular el presente, analiza Carlos Bravo Regidor.
Analista político y coordinador del programa de periodismo en el CIDE.

Felipe Calderón ganó la elección presidencial de 2006 por un margen microscópico, con una victoria muy cuestionada, pero nunca fue un presidente impopular. De acuerdo con el seguimiento de

, su aprobación promedió 58%; su rechazo, 28%. lo ubica aún más arriba, con un promedio de aprobación de 67% y de rechazo, igual, de 28%. Sus negativos jamás rebasaron sus positivos. Comparado con los de Vicente Fox (54% de aprobación, 29% de rechazo) y de Enrique Peña Nieto (37% de aprobación, 59% de rechazo), Calderón fue el mandatario mejor evaluado de los primeros tres sexenios del siglo XXI mexicano. Sin embargo, que un presidente sea popular no necesariamente significa que sea un buen presidente.

En el contexto de la crisis de legitimidad con la que inició su gobierno, y del creciente clima de inseguridad en estados como Tamaulipas o Michoacán, Calderón decidió desplegar una guerra sin precedentes. Por un lado, impulsó un proceso de militarización de la seguridad pública con inmensos “costos constitucionales” (

) en términos de derechos humanos, valores democráticos e institucionalidad. Por otro lado, produjo el dramático efecto de aumentar la violencia en lugar de disminuirla, de hacer que la tasa nacional de homicidios (de 8 en 2007 a 24 en 2011). No obstante, varias encuestas ( , , ) muestran una opinión popular dividida, por no decir contradictoria, en este tema: apoyo a la militarización, rechazo a tantas muertes. Es decir, a los mexicanos les gusta la mano dura pero no sus consecuencias. Que una política cuente con el respaldo de una mayoría tampoco implica que sea una política eficaz.

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Acaso la supervivencia política de Felipe Calderón, o mejor dicho, su reinvención como una de las figuras más prominentes de la oposición antilopezobradorista se explique, al menos en parte, por la inercia de la popularidad que tuvo como presidente y por el apoyo social que sigue suscitando la política de mano dura. O tal vez sea un saldo del colapso del sistema de partidos y de la ausencia de nuevos liderazgos que puedan desafiar con éxito el monomaniaco dominio que el presidente López Obrador ejerce sobre la agenda pública. O quizás se explique, también, por el hecho de que si Calderón no existiera el lopezobradorismo tendría que crearlo: es un enemigo muy útil por la oportunidad que le regala para denunciar el pasado y, a su vez, por lo que le permite disimular sobre el presente.

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Calderón nunca ha querido reconocer lo contraproducente que resultó su política de seguridad. Contra toda la evidencia acumulada, y apelando más al lenguaje de la convicción que de la cordura, a la fecha todavía trata de justificarla como un trago amargo pero necesario, como una decisión que tuvo que tomar obligado por las circunstancias (en otro sitio

los cambios y continuidades en su discurso sobre la “guerra”, sobre todo la forma en que trató de deslindarse de la responsabilidad de haber provocado aquella espiral de violencia). Su indiferencia frente a los hechos y la intransigencia de su posición, tanto entonces como ahora, resultan enfurecedoras. Condenaron al país a una de las etapas más dolorosas en su historia moderna y representan un legado terrible, descorazonador, para las siguientes generaciones.

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Con todo, más allá de denunciar con sobrada razón ese fracaso histórico del calderonismo, los lopezobradoristas lo fustigan sin habérselas con las continuidades que existen entre uno y otro presidente. Calderón promovía una política de mano dura, López Obrador propone una de mano blanda, pero ambos coinciden en profundizar la militarización de la seguridad pública, en menospreciar sus costos constitucionales y en acumular homicidios al alza; en recurrir al lenguaje de la convicción antes que al de la cordura, en rechazar la evidencia que les es adversa y en adoptar posiciones intransigentes frente a los hechos de violencia. Que López Obrador, al igual que Calderón, sea un presidente popular, no significa que sea un buen presidente. Y que su política de seguridad cuente con respaldo mayoritario tampoco implica que sea, ni vaya a ser, una política eficaz.

Calderón podrá ser un enemigo muy útil de López Obrador, pero también es un enemigo muy incómodo. De esos enemigos que con el tiempo, de tanto detestarse, no se dan cuenta, pero terminan pareciéndose demasiado.
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